En el centro de la vida

Fecha:

Texto: Carlos Urrego y Juana Bustos
Fotos: equipo de Senderos a la ciencia

Ilustración: Andrés Roldán
*Extracto del libro Senderos a la ciencia, camino de dos destacables científicos.

El médico gineco-oncólogo Germán Olarte empuja resueltamente las puertas plateadas de la zona gris del tercer quirófano de la Clínica Santillana en Manizales. Viste una bata morada, tapabocas azul y un gorro adornado por calabazas de Noche de Brujas, y se dirige hacia un lavamanos de aluminio donde cuatro tubos largos como cuellos de cisne vierten agua gracias a un sensor de movimiento.

“Buenos días, mamita”. “Hola mijita, ¿qué tal?”, saluda a las enfermeras e instrumentadoras mientras pone sus manos bajo el agua y las remoja hasta el codo. Una, dos, tres cargas de jabón caen automáticamente y durante seis minutos restriega de manera casi compulsiva sus palmas, brazos, antebrazos y uñas. Saluda al médico anestesiólogo Carlos Llano, pregunta por su familia. Hace lo mismo con todos los presentes. Al terminar, una joven vestida de verde con gorro azul lo ayuda a secarse. Ahora el cirujano está estéril y listo para llevar a cabo la histerectomía que, durante las siguientes dos horas, le realizará a doña Amparo Pérez, de unos sesenta y tantos años, quien luego de sufrir un cáncer y soportar quimio y radioterapias deberá despedirse de su útero para evitar complicaciones más adelante.

La ‘zona gris’ es la antesala del quirófano propiamente dicho, un lugar cegadoramente blanco y lleno de luz donde el anestesiólogo Llano, tres enfermeras y una instrumentadora laboran alrededor de la camilla de doña Amparo. La paciente pregunta si va a dormir durante la cirugía, le explican que por ratos, que puede hablar todo lo que quiera pero que no sentirá nada, aunque tampoco lo recordará. La anestesia es raquídea, le dicen, porque ayuda al posoperatorio y evita trombos en las piernas. Uno de sus efectos es que la dejará amnésica durante algunas horas.

Un pito constante, que se pierde en el paisaje sonoro del quirófano, representa el ritmo del corazón de doña Amparo. Una luz ovalada está enfocada en la zona pélvica, previamente rasurada y esterilizada. El resto del cuerpo está cubierto con una lona azul cielo.

“Colocamos el electro en 45 formulación en corte 40”, indica Olarte a la enfermera. “¡Eso!”, dice con ánimo cuando cumplen sus solicitudes. A su lado derecho, una mesita plateada está llena de instrumentos: largos, cortos, de formas extrañas, gasas, agujas y demás. Al fondo, junto a otra mesa más grande milimétricamente ordenada, una enfermera espera pacientemente cualquier petición.

Empieza a escucharse un sonido parecido al de un tenedor y un cuchillo cuando se golpean. Dos pinzas comienzan la búsqueda del cuello uterino. Deben cumplir varias estaciones para llegar allí.

Un bisturí rompe la piel como si fuera un pedazo de cristaflex, de esos que se utilizan para cubrir los alimentos. Al principio, la epidermis39 se arruga hasta que la presión es tanta que se parte en dos y queda tersa. La sangre mancha el espacio que en pocos segundos atiende la enfermera. La meta es hacer una incisión circular para empezar la travesía quirúrgica, primero para hacer a un lado el tejido mucoso y más adelante la pelvis. Dos pinzas grandes agarran los costados internos de los muslos de doña Amparo para abrir el espacio necesario y así Olarte pueda entrar al laberinto uterino.

En ese momento entra un hombre moreno, también vestido de azul. Es el médico Jhon Jairo Díaz. Saluda y toma las pinzas para que el médico Olarte pueda continuar y llegar más a fondo. Poco a poco, entre fórceps y otro par de pinzas se van abriendo paso por el espacio vesical y el rectouterino. Parece un tubo vacío, hasta que pocos centímetros más adelante aparece una especie de bola. Es el peritoneo. Los cirujanos deben primero revisar el estado de los ligamentos de Mackenrodt, que sostienen toda esta zona. Para lograrlo es necesario entrar a la cavidad abdominal.

Para ingresar, Olarte utiliza otro instrumento del tamaño de un lapicero, un electrobisturí. Poner Una punta pequeña y doblada quema el peritoneo y lo parte por la mitad, de arriba a abajo. El sonido es parecido al de una sartén caliente llena de aceite que hace contacto con agua. “Aquí introduzco este separador y ahí está el útero. Ya estamos en la cavidad abdominal”.

Una enfermera enciende el aspirador y acerca un tubo de plástico azul para drenar la sangre y un líquido de color blanco. Olarte explica que ya está viendo el espacio rectouterino y que ahora debe llegar a la parte posterior. Para esto, repite la incisión solo unos centímetros más abajo. “Véalo acá está. Voy a reparar el peritoneo y el tejido mucoso, es decir, a señalar bien cada una de las estructuras”.

Solicita un separador delgado, lo introduce en la parte posterior del útero y lo utiliza para diferenciar los ligamentos cardinal y el uterosacro que sirven de sostén para todo el órgano. Ya llegó al centro de la vida.

El útero tiene dos grandes componentes: el cuerpo uterino, donde se forman los bebés y el cuello uterino, que está íntimamente ligado con la vagina. Ambos reciben terminaciones nerviosas del ligamento cardinal40, El cual el médico Olarte bloquea con un par de pinzas una a cada lado para evitar mayores dolores en el posoperatorio. Suenan dos cracks y listo.

Con maestría, el cirujano identifica cada una de las partes que fácilmente se pueden confundir. Tiene marcada en su memoria el color, grosor y textura de los cientos de componentes que posee esta zona femenina. Una voz débil, casi en tercer plano, se escucha en el quirófano.

“Doctor, ¿ya vamos a empezar?”, dice doña Amparo, quien acaba de despertar de uno de sus tantos microsueños. Una risa conjunta silencia por unos segundos el bip-bip del monitor de signos vitales. La jefe de enfermeras le dice que ya van por la mitad y el médico Olarte comenta: “¡Eso amparito, ya casi, vamos muy bien!”. La cirugía ya pasó la primera hora.

Ahora empieza a notarse una estructura algo pálida que parece un cordón. Es tan grueso como el espacio que queda al unir el dedo gordo con el índice de la mano. Es el intestino grueso. El médico Díaz toma una compresa y se la pasa al médico Olarte. “Lo vamos a rechazar porque no nos deja trabajar”, la introduce despacio pero con fuerza y de esta manera, todas las vísceras quedan ubicadas en el fondo.

Si se cierran los ojos no suena a un quirófano, podría ser un café bar o una sala llena de amigas y amigos charlando. Distintas voces se ubican una encima de la otra. Es casi imposible identificar qué dice cada una. Los golpes de los instrumentos quirúrgicos, los pasos casi imperceptibles que bordean el lugar, solo se ven sobrepasados por un bip-bip-bip que hace el monitor de signos vitales cada tantos minutos. En una de las ventanas, al fondo, se ve a nivel el estadio Palogrande. El único que se mantiene en silencio es el anestesiólogo que, sentado al lado de una máquina de un poco más de metro y medio y al costado de la cabeza de doña Amparo, mira fijamente su celular. Parece estar chateando. Espera que nada extraordinario ocurra.

El médico Olarte se detiene un momento, discute unos segundos con el médico Díaz sobre el siguiente paso y el proceso. Aprietan el cuello uterino con tres pinzas, ahora lo deben extraer. Lo miran, dicen que se ve en buen estado. Es una estructura cónica, ubicada en la parte baja del útero y está en contacto con la cavidad vaginal.

Doña Amparo tuvo cáncer de mama un tipo que se conoce como hormono dependiente41-. Le realizaron mastectomía radical modificada, es decir, le extrajeron el tejido mamario, los pezones, las areolas y algunos ganglios linfáticos de la axila. Recibió radio y quimioterapia. La cirugía de hoy es preventiva. Prefirieron retirar ambas trompas y ovarios porque al producir hormonas puede afectar o reactivar las células cancerígenas que, por ahora, están en remisión.

Usando el mismo bisturí con que cortaron el peritoneo ahora empiezan a romper los dos ligamentos que unen a la trompa y el ovario izquierdo con el útero. El primero es rojo y el segundo, blanco. El ovario es tan grande como la oreja de un niño de unos 10 años y está lleno de líneas, que parecen los hexágonos de una colmena. El cuello es grueso y más largo. Por allí bajan los óvulos para esperar la fecundación o continuar su ciclo menstrual. Toda la estructura cabe en la mano derecha del médico Díaz.

Hay algo de sangre, las telas azules se tiñen un poco más de rojo. La enfermera acerca el tubo para limpiar lo más que puede. Debe hacerlo rápido, lo que sigue es esencial. Olarte y Díaz deben ligar la arteria ovárica, un conducto que une esta zona del cuerpo con la aorta; la concentración está al máximo: un solo error puede quitarle al cuerpo oxígeno y proteínas necesarias para la supervivencia. El médico Olarte solicita un portagujas y Vycril 0, una sutura especial muy resistente y que el cuerpo absorberá en tres meses. El cirujano debe hacer una transficción un punto en forma de X. En su mano derecha sostiene un instrumento con una punta afilada. Empieza a romper la piel mientras que con la otra recibe el hilo. Como un maestro de orquesta, mueve rítmicamente sus dedos hasta que finalmente aprieta y queda hecho el nudo. Es un ejercicio tan complejo que hacer solo un movimiento le puede tomar hasta dos minutos.

Díaz le entrega a la enfermera la trompa y el ovario izquierdo de doña Amparo. “Ovario y trompa izquierda”, dice ella. Empiezan a hacer el mismo procedimiento en la zona derecha: extraer el ovario y la trompa y hacer una transficción. Enseguida, la enfermera ubica los órganos en la mesa, cerca de los instrumentos, y asegura con voz férrea: “Ovario y trompa derecha”.

Doctor – dice doña Amparo. Cuénteme – responde.

“¿Tengo las piernas abiertas?”, todos ríen en la sala. Le dicen que ya casi terminan.

“Ahhh, ¿cómo así?”, contesta la paciente. “Doctor, ¿pero eso que me va a quitar no me hace daño?”. Olarte sigue moviendo con gracia sus manos, mientras le explica que aunque esos órganos ya casi no producen hormonas, era mejor sacarlos. Doña Amparo vuelve a caer dormida.

“Hay que tener mucho cuidado con el intestino, está muy cerca y es peligroso”, comenta el médico Díaz. Ahora deben ligar y reconstruir todo lo que tuvieron que abrir para llegar hasta ese punto. Inician con el peritoneo y el ligamento cardinal. Lo utilizarán para arropar la cúpula vaginal y así dejar que esas fibras que Olarte compara con Sansón, por su fortaleza, puedan cargar el peso de los órganos que están allí.Este procedimiento se conoce como culdoplastia posterior, y es literalmente similar a abrigar a alguien en una cama: los cirujanos toman el ligamento de cada lado y, de manera circular, lo acercan hasta la línea media del peritoneo, lo que termina cubriendo toda la zona.

“Con esto formamos una especie de airbag que disminuye la intensidad de las ondas de choque”, comenta el médico Díaz. Por su parte, Olarte dice que la tos, trotar, el coito, ir al baño, reírse, entre otras actividades cotidianas, aumentan la presión que soporta el abdomen, lo que lleva a que el útero se deslice hasta la vagina, lo que se conoce como prolapso del aparato genital. Todo este ejercicio quirúrgico es para evitarlo.

“Eso mijita”, “vea qué belleza”, “esto está quedando muy lindo”, son algunas de las frases que el médico Olarte comparte con su grupo de trabajo mientras sutura. La cirugía en sí no fue larga, tal vez unos sesenta minutos pero durante cerca de una hora y 10 minutos más se centraron en reconstruir toda la zona.

Para Olarte esta cirugía es rutinaria. Aunque para esta las posibilidades de que algo saliera mal eran altas: equivocarse al identificar algunas de las múltiples estructuras que hay en la zona pélvica, perforar alguna víscera hueca como el colon o la vejiga, romper algún vaso sanguíneo que conecte la circulación en la pelvis o los ovarios, que la anestesia obrara mal en doña Amparo, opciones, opciones y opciones. Pero entrar al quirófano siempre ha sido un reto para el médico Olarte, no por él sino por los pacientes. A sus más de 70 años no tiene problema en quedarse horas de pie, a diferencia de algunas enfermeras más jóvenes que deben buscar resguardo en algún sofá cercano. Necesita corroborar que cada una de sus acciones estén encaminadas a ayudar, a prevenir, a salvar.

Un médico Olarte visiblemente cansado pone las últimas dos pinzas en la mesita de al lado. Da un respiro de satisfacción mientras la enfermera y la instrumentadora hacen el recuento de cada uno de los elementos que utilizaron. Le agradece a todos y cada uno de los que allí están. Se acerca a doña Amparo y le susurra algo al oído. Debe ir a almorzar, su esposa Gloria lo espera en casa y, por la tarde, tiene otros pacientes para atender.

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