Tejiendo una nueva vida 

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Sandra Bedoya asegura que llevaría en su bolso de vida la certeza del propósito que cumple en su vida, foto de sus esposo e hijo, y de los otros niños que están en sus proyectos, el salmo 23 y, si pudiera, una chocolatina muy grande.

Texto y fotos por  María Camila Gómez Maya  

Tejen, tejen. Una hebra se cruza con otra, se enlazan. La aguja se clava, la piel se rasga, pero no se detiene. Sus manos, marcadas por heridas y cicatrices, siguen el ritmo: entrelazan, atan, sostienen. Así como el hilo se encuentra con la hebra, también se entrelazaron las vidas de estas mujeres. Tejen y vuelven a tejer, y en cada puntada no solo nace un bolso, sino una nueva historia. Una nueva vida.

En una calle de Chinchiná hay una casa que siempre tiene las ventanas abiertas. Desde afuera se alcanza a ver un grupo de mujeres que conversan mientras tejen alrededor de una gran mesa, rodeadas de materiales. El espacio es amplio, pero el techo bajo encierra el calor de la calle y de las risas que lo habitan.

Manos de uñas cortas y marcas del pasado se mueven con precisión entre los zunchos de colores. Cada movimiento cuenta la historia de quien las guía: Jaqueline Salazar, una mujer de apenas 28 años, pero con mil historias que narrar. Su vida es como el material con el que teje los bolsos: rugosa en algunas partes, suave en otras, pero siempre llena de color, fuerza y textura.

Desde hace casi ocho años trabaja junto a Sandra Bedoya, directora de Lola Montez. En este tiempo, Jaqueline ha sido una de esas mujeres que decidió transformar las huellas del dolor en huellas de creación.

Una mujer entre tejidos y cicatrices  

Desenrollando su vida como si fueran ovillos de lana, Jaqueline recuerda su infancia, criada por sus abuelos en una finca de Manizales. Su madre era trabajadora sexual y, a los 12 años, Jaqueline se fue a vivir con ella. La libertad que le daba la ausencia de su madre la llevó a adentrarse en los vicios y en la calle. Su vida parecía cubierta por un cuero oscuro y opaco, como las tapas de algunos de los bolsos que hoy teje.

Entre malas compañías quedó embarazada a los 18 años. El padre de su bebé la abandonó y, sin recursos, tuvo que recurrir al trabajo sexual, un destino que conocía de cerca por la vida de su madre y que había esperado no repetir.

Según un estudio de Lidia Falcón, el 99 % de las mujeres prostituidas provienen de entornos de bajos recursos y llegan a esta actividad por situaciones económicas extremas y falta de oportunidades. Así fue como la vida de Jaqueline quedó tejida con un hilo: el de la necesidad.

Sin embargo, nunca se arrepintió. Todo lo hizo por sus hijas: “Yo tengo muchas amigas que lo hacen porque les gusta, yo no; yo lo hacía por mis hijas”, confiesa con firmeza.

Un bolso pequeño, en blanco y negro. Terminado y listo para la venta
El objetivo de Sandra es que las mujeres no subsistan solo de los bolsos, que aprendan diversos oficios y que apliquen a programas del gobierno.

El bolso de la memoria  

Las hebras de zuncho se cruzan unas sobre otras, tejidas como los recuerdos de Jaqueline. Ella es una mujer con buena memoria y lleva sobre sus hombros el bolso de su vida, lleno de los momentos más hermosos y los más difíciles. Si fuera un bolso, asegura, seguramente sería rosado: “Ese color es mi felicidad”.

Tras largos fines de semana en bares, rodeada de alcohol, drogas y excesos, un día sus hijas —las pequeñas que fueron la razón de su inicio en ese camino— le dieron un motivo para cambiar. “Mamá, nos estás abandonando”, recuerda Jaqueline con lágrimas. Era su hija mayor, después de noches de ausencia.

En ese momento llegó a Lola Montez, donde la recibió Sandra Bedoya, una mujer que decidió dedicarse a ayudar a sanar a otras mujeres. “Todos en algún momento hemos estado rotos o heridos; es nuestra obligación reconstruirnos”, explica.

Sandra, tras una relación de años con un novio maltratador, conoció a Alberto. Él estaba en rehabilitación, había sido consumidor y vivió en las calles. Juntos decidieron dar a otros la segunda oportunidad que ellos mismos habían tenido. El taller, que antes era una funeraria, se convirtió en un lugar de renacimiento. “Antes traían a los muertos y ahora las mujeres vuelven a la vida”, declara Sandra, orgullosa.

Actualmente, 12 mujeres forman parte de Lola Montez, donde, además de obtener ingresos, tejen la paz que sus corazones necesitan. Jaqueline asegura que cuando teje, se desestresa y se entretiene: “Yo siempre pienso en las niñas… las amo, las adoro, son mi vida. Pero yo también tengo que pensar en mí a veces”.

Este proceso de tejer y sanar se refleja en el estudio Beneficios de la arteterapia sobre la salud mental, de Dumas, que explica cómo estas actividades fortalecen el sentido de pertenencia y ayudan a encontrar significado en la vida. Lola Montez, la marca de las segundas oportunidades, ofrece a estas mujeres un medio para sostenerse, sanar y curar heridas que aún se notan en sus manos y en su corazón.

Jaqueline continúa en su proceso de sanación, aprendiendo a vivir sin el amor que le fue negado: “Todavía siento rencor, sobre todo hacia mi mamá y mi papá”. Uno de los desafíos más duros ha sido perdonarse por no cumplir su sueño: ser profesora. “Yo les decía a mis abuelos y a todos: mi carrera es ser profesora”.

Aunque no pudo ser profesora, Jaqueline, entre tejidos, bolsos y colores, enseña con su ejemplo. Su mayor anhelo ahora es que sus hijas estudien, cumplan sus sueños y sean felices. Como el zuncho entrelaza para mantener la forma, Jaqueline aprendió a sostener los trozos que la componen, buenos y malos por igual. Y, como otras mujeres, encontró en Lola Montez algo más que un oficio: un propósito. Hoy, teje su futuro desenredando las hebras de su pasado.  

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