Texto y fotos por Kemberly Perea
En el barrio San Jorge de Manizales, un lugar conocido por su ambiente tranquilo y de casas coloridas, se esconde un espacio que contradice la cotidianidad del entorno. San Jorge, uno de los barrios más antiguos de la ciudad, es un entramado de calles angostas, con casas tradicionales de fachadas naranjas y azules, donde el bullicio de los niños jugando y los vendedores ambulantes es parte del paisaje diario.
En la calle 48c, al final de una esquina, se encuentra El Chalet Manizales, un motel que pasa desapercibido entre las casas residenciales, con su discreta reja de barrotes negros y una fachada que no revela nada del mundo que se esconde en su interior.
Al cruzar la reja, uno se siente transportado. La vida ruidosa del barrio desaparece tras las puertas, donde los sonidos de los autos y los vecinos se sustituyen por el crujido de la grava bajo los pies y el silencio controlado de la intimidad. San Jorge sigue su ritmo afuera, pero aquí adentro, el tiempo parece detenerse. Una de las empleadas me recibe con una sonrisa, y con la misma discreción que el lugar, me pregunta si tengo reserva. Rápidamente, entiendo la razón: alrededor de 90 parejas visitan el lugar cada día, y no hay un horario específico de mayor ocupación, el lugar parece mantenerse lleno a todas horas.
José Antonio Tabares Arce, el dueño, aparece para darme la bienvenida. Aunque ya no trabaja de planta en su negocio, sigue muy atento al desarrollo de lo que ha construido con tanto esfuerzo. Tabares ha consolidado El Chalet como uno de los lugares más discretos y solicitados de la ciudad.
El encanto oculto en el patio de la casa
El Chalet es mucho más que un simple motel. Con sus 12 habitaciones, cada una decorada con un estilo único, es un refugio para parejas que buscan un escape del ajetreo diario. Desde cabañas con tonos cálidos y detalles rústicos hasta habitaciones modernas con paredes adornadas de troncos y rocas, cada espacio tiene su propio carácter. A medida que caminamos por los pasillos y jardines, la luz del atardecer ilumina el lugar con una tonalidad dorada, el ambiente es sereno.
La Cabaña, la primera habitación que Tabares construyó sigue siendo una de las que más le gusta. Recuerda esos inicios como si fueran ayer, él comenzó con una sola habitación en la casa de sus padres, y con el tiempo tuvo que enfrentar la desaprobación de los vecinos. Hoy, lo que fue una pequeña aventura empresarial ha crecido hasta convertirse en un lugar que atiende a decenas de parejas cada día. “Lo que más me satisface”, comenta Tabares, “es que, a pesar de los obstáculos, hemos logrado mantener la esencia de lo que quería: un lugar que fuera un refugio, sin llamar la atención.”
Al entrar en “La Terraza”, una de las habitaciones más destacadas y su favorita, la tranquilidad es total.
El aire dentro es fresco y huele a lavanda, y las sábanas, suaves al tacto, invitan a la relajación. A mano izquierda, la cama está acompañada de dos nocheros en ambos costados. Sobre uno de ellos se encuentra un bafle, en el que los visitantes pueden poner la música que deseen. Al lado izquierdo está el lavamanos, el inodoro y la ducha. Los tres tienen divisiones de vidrio, que permiten ver todo.
La habitación está equipada con un jacuzzi en una esquina, y desde la terraza de madera se puede sentir el viento acariciando las ramas de los árboles. A pesar de estar en un barrio lleno de vida, el mundo exterior parece lejano, apenas perceptible. El único sonido que llega a los oídos es el suave movimiento del agua en el jacuzzi, y el susurro del viento filtrándose a través de los arbustos que rodean el lugar.
Renacimiento y legalización
Tabares habla con orgullo cuando recuerda los días en que los vecinos recogían firmas para cerrar el negocio, lo que consideraban un “putiadero”. Sin embargo, para él, El Chalet siempre fue un símbolo de perseverancia. Después de que la Secretaría de Planeación derribara una de las habitaciones, él obtuvo los permisos necesarios y legalizó el negocio, convirtiéndolo en un hotel oficial. “No fue fácil”, admite Tabares, “pero sabía que tenía que hacerlo si quería proteger lo que había construido.”
Luz Marina Restrepo, una vecina que trabajó haciendo aseo en El Chalet por un tiempo, todavía recuerda aquellos días de conflicto. “Los vecinos decían que era un mal ejemplo para los niños”, comenta. Algunos residentes aún miran con recelo al Chalet, la percepción no ha cambiado. Ante los ojos de todos los residentes del sector sigue siendo la misma casa de citas que da mal ejemplo y que daña la imagen del barrio.
De vuelta a la realidad
Al salir del Chalet, el contraste es inmediato. El aire de San Jorge es más denso, lleno de olores familiares de comida casera como arepas, guiso y café recién hecho, que se mezclan con el bullicio de la vida cotidiana. Los autos pasan por las estrechas calles, las puertas se cierran con fuerza y las risas de los niños llenan el ambiente. Los colores brillantes de las fachadas pintadas en tonos de azul, amarillo y marrón resaltan bajo la luz del final del día.
El Chalet, por su parte, permanece discreto, casi invisible a quienes no saben lo que ocurre tras esa fachada sencilla. El contraste entre el bullicio del barrio y la calma que se respira dentro del motel es evidente. Es un refugio de privacidad en medio de un lugar donde la vida transcurre bajo la mirada constante de los vecinos. Aquí, la privacidad es un lujo que pocos tienen, pero que muchos buscan desesperadamente.
Al llegar a la esquina, me detengo para observar una vez más la fachada modesta de El Chalet. Es curioso pensar que, en un mundo donde todo parece estar expuesto y vigilado, hay lugares como este que ofrecen un espacio donde el anonimato y la discreción son el mayor lujo. Quizás, ese sea el verdadero secreto detrás de las puertas de El Chalet: la posibilidad de desaparecer, aunque sea por unas horas.

