Texto y fotos por Jelen Tatiana Cardona
En medio del animado murmullo de las conversaciones estudiantiles y el cálido resplandor de los
computadores portátiles iluminados por el vapor de las tazas de café recién hecho. Una mujer irradia
una presencia inquebrantable en la zona verde de la Universidad Luis Amigó. No es su imponente
figura, ni sus pestañas que enmarcan la mirada que podría cautivar a cualquiera. No, lo que
realmente atrapa la atención es la serenidad que emana. La concentración profunda con la que se
sumerge en sus apuntes, como si el mundo exterior se difuminara en un segundo plano. Sería un
error afirmar que su presencia se mimetiza con el ambiente, o que sus ojos batallaron para
identificarla. Ella no busca pasar desapercibida, ni tampoco se aferra a la generalidad de la multitud.
Lo que la hace única no son las marcas, sino la forma en que las ha convertido en parte de su ser.
Ella es Daniela Arenas Martínez. Nació el 21 de junio del 2002 en Cartago, Valle, a sus 22 años lleva
consigo una historia marcada por la resiliencia. Su infancia, transcurrida en su ciudad natal hasta los
tres años y luego en el barrio San José de Manizales, estuvo llena de alegrías junto a sus hermanos:
Julián, Sebastián, Laura, Estefanía y Maryori. Daniela, la mayor de las tres hermanas, vivió una niñez
feliz a pesar de las carencias, rodeada del amor de su familia. “Cuando tenía siete años, un incidente
cambió mi vida para siempre… ese día, mi hermano Julián fue a comprar ACPM para nuestro fogón
de leña, pero, por un error, le entregaron el combustible equivocado.
Esto desencadenó una explosión que me causó graves quemaduras a mí y a mi padre… la imagen de él intentando
ayudarme desesperadamente, mientras mi piel sufría las consecuencias, se quedó grabada en mi memoria”, dice con voz temblorosa, mientras juguetea inquietamente con la pulsera que lleva en su mano derecha.
De inmediato la trasladaron al hospital, donde inició una larga recuperación. Al borde del milagro,
logró sobrevivir. Antes de salir de allí, el médico le advirtió a su madre que su piel requería cuidados
extremos. Al principio, el regreso a casa fue un desafío. Los niños, con su natural indiscreción, hacían
comentarios que la herían. Sin embargo, sus hermanos, convertidos en protectores, la defendían.
Este evento marcó un antes y un después en la vida de Daniela. El accidente no solo la había dejado
con cicatrices físicas, sino con huellas en su interior. A partir de ese momento, se vio obligada a
afrontar una nueva realidad, una realidad en la que debía cuidar su piel con especial atención y en
la que se enfrentaba a la mirada y comentarios de los demás.
“Mis papás comenzaron a tener muchos problemas, la relación se deterioró tanto al punto que mi
mamá decidió irse, dejando a mi papá con toda la responsabilidad (…) me marcó profundamente,
ya que yo siempre estaba con ella, teníamos una estrecha relación. La ausencia de mi madre me
generó una profunda tristeza, pues incumplió la promesa de siempre estar conmigo”, ajusta con
fuerza la pulsera en su mano, revelando el enojo por el abandono.
Un nuevo capítulo (ICBF)
En el 2009, a sus ocho años, su vida dio un giro inesperado. Su padre, en un acto de amor y con la
convicción de brindarles un mejor futuro a sus hijas, tomó la difícil decisión de entregar a sus hijas
al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF). Entendía que en ese momento no podía
ofrecerles las oportunidades que merecían. Inició así un nuevo capítulo en su vida, marcado por la
experiencia de vivir en nueve hogares sustitutos. Ella hace parte de los miles de niños, niñas y
adolescentes con procesos administrativos de restablecimiento de derechos, para el 2022 se
reportaron 73.417 , de los cuales el 59% (43.316) están con su familia, el 27% (19.823) en
modalidades de acogimiento residencial y el 14% (10.278) en hogar sustituto.
“Laura fue adoptada por una familia en Francia, mientras que Estefanía y Maryori se fueron con otra
familia a Italia… al principio, fue muy duro para mí porque fui la única que quedó. Sin embargo, con
el tiempo entendí que las cosas tenían que pasar así. Me alegré por ellas y siempre las llevé en mi
corazón y en mis oraciones”, recuerda.
A los 10 años, llegó al hogar de Beatriz Mesa Sepúlveda, quien la acogió como madre sustituta
durante cuatro años. En este tiempo, aprendió el valor del estudio y recibió enseñanzas que la
marcaron profundamente. Daniela llama cariñosamente “tía” a Beatriz. Un recuerdo especial para
ella es su fiesta de 14 años, a la cual asistieron todos los niños de la cuadra y la llenaron de regalos.
Beatriz, de 57 años, irradia una presencia cálida que se evidencia en su rostro amable y en sus ojos
expresivos y atentos. Su cabello castaño refleja una que otra cana, sus lentes descansan
ocasionalmente sobre su cabeza, indicando que siempre está lista para sumergirse en los
documentos. En su acogedora sala donde la luz suave se filtra por la ventana, ella se inclina hacia su
sobrina putativa.
Mirándola los ojos menciona que siempre le ha recalcado la importancia de elegir una carrera que
la apasione y en la que pueda prosperar. “Le he dicho que debe seleccionar algo que la motive y le
permita alcanzar sus metas. No he querido ocupar el lugar de su madre, pero sí he estado presente
en muchos momentos importantes de su vida”, cuenta orgullosa.
Daniela, con un brillo en los ojos, reconoce la ayuda fundamental que recibió de Beatriz: “Cuando
llegué realmente no sabía nada… Mi tía tuvo que enseñarme a multiplicar y a leer para que yo
pudiera entrar al colegio y me resultaba frustrante, pero ahora estoy muy agradecida”. Su tía sonríe.
“En este camino, ha buscado mi apoyo en numerosas ocasiones, y yo, por supuesto, he estado ahí
para aconsejarla y brindarle todo mi respaldo”. El ambiente se siente lleno de entendimiento y
reflexión por el apoyo que sean brindado mutuamente.
Paula Andrea Henao Vargas, trabajadora social del operador FESCO de ICBF, que realizaba un
seguimiento mensual del proceso de Daniela en el hogar sustituto, cuenta que, al conocerla en la
etapa escolar, estaba en una unidad de servicio individual. “En este entorno, ella experimentó la
seguridad de contar con figuras protectoras, ya que doña Beatriz le fortalecía y reforzaba
constantemente su autoestima, inculcándole la confianza en sus capacidades y en la posibilidad de
lograr sus metas. Además, la involucraba en actividades acordes a su edad y le brindaba el
acompañamiento necesario para afrontar esa etapa escolar, en cierta medida trataba de compensar
la privación de su familia de origen”, agrega.
Los días pasaron y los hogares también, fueron tantos que ya no los recuerda. De esa época solo le
queda en la memoria la casa de Lina María Martínez, quien la acogió cuando tenía 16 años. Daniela
se graduó de bachillerato del Instituto Neira, un logro que hasta ahora es uno de los más
importantes de su vida. Ella recuerda este momento con gran amor y agradecimiento hacia Lina por
su apoyo. “Uno de los recuerdos más gratos que tengo con Daniela es su graduación. Me llena de
orgullo decir que se graduó del colegio estando en mi casa. Creo que la base de todo eso es el cariño
y la comprensión,” cuenta Lina, con una gran sonrisa.
Voces que resuenan
Anyela María Rotavista Franco, quien fue compañera y figura de hermana sustituta para Daniela,
comparte sus impresiones iniciales y experiencias vividas juntas. Al principio, Anyela pensaba que
era una muchacha bastante prepotente. Sin embargo, descubrió que era disciplinada. “El tiempo
que viví con ella fue agradable y tuvimos una buena relación”. No obstante, también señala que
tiene una personalidad bastante autoritaria, lo que a veces la llevaba guardar silencio.
Daniela explica que siempre ha sido una persona muy expresiva; es fácil notar cuando algo no le
agrada porque se refleja en su rostro, su tono de voz cambia y su actitud se transforma. “Se han
referido a mí como la defensora de los pobres, porque constantemente manifiesto mi inconformidad sobre las cosas que considero injustas y no me gusta ver cómo se cometen injusticias sin hacer algo al respecto”. Ha mostrado características de personalidad fuertes, especialmente en su manera de afirmar su posición, dar sus puntos de vista y demostrar su autoestima. Ella siempre ha tenido una clara convicción de su valía y de su capacidad para tomar decisiones propias.
A finales del 2021 toma la decisión de retirarse del programa, después de haber estado en varios
hogares. “Tras mi tiempo con doña Lina, me trasladaron a un hogar donde la encargada nos daba
mucha libertad. Sin embargo, después me cambiaron a otro hogar donde ya había estado antes, y
surgieron los mismos roces de personalidad que habíamos tenido previamente… Debido a esto,
solicité al ICBF que me asignaran a una modalidad llamada casa hogar, que ofrece un poco más de
independencia”, manifiesta. En esa época, Daniela ya tenía pareja y quería pasar más tiempo con
él. Al no encontrar el apoyo necesario en el programa, decidió retirarse de la medida. Actualmente,
vive con su pareja, quien la apoya en sus estudios universitarios.
Juan Sebastián Castañeda Osorio, actual pareja de Daniela, atesora un anillo que nunca se quita,
salvo por razones laborales. Este regalo, que le dio en su aniversario, simboliza el vínculo profundo
entre ellos y es tan valorado por Sebastián que lo reserva exclusivamente para ocasiones especiales
fuera del trabajo. “Juntos hemos superado deudas y alcanzando metas importantes, como la
compra de una moto, que nos ha ayudado mucho con el transporte, y el desafío de irnos a vivir
juntos, algo que logramos y superamos en unión”, recalca.
Cicatrices que inspiran
Henao Vargas menciona que Daniela siempre fue selectiva con su grupo de compañeros. “Siento
que ella es tan fuerte porque, a pesar de ser físicamente distinta a los demás, esto nunca afectó su
vida social”, señala.
Daniela habla con notable seguridad y claridad sobre su experiencia con las quemaduras y las diez
cirugías que ha enfrentado. “La verdad, no me afecta lo que piensen los demás sobre mis
quemaduras, es algo con lo que aprendí a vivir”, dice con su voz llena de firmeza.
A través del apoyo constante de su tía, ha desarrollado un amor propio que ahora la protege de las
críticas externas. “Mi tía me ayudó a aceptarme poco a poco. Aprendí a quererme y a no dejar que
las miradas juzgadoras me afecten”, se recoge su cabello y muestra su rostro con orgullo.
Daniela, con su paso firme y mirada serena, se aproxima a la puerta del aula. Atrás quedan las calles
de su barrio y el eco de las risas infantiles que un día la acompañaron. Hoy, se enfrenta a un nuevo
desafío: culminar su carrera en psicología, impulsada por un deseo profundo de ayudar a aquellos
que, como ella, han conocido las cicatrices del dolor y la adversidad. Es la primera en llegar a su
salón de clase, cuando llegan sus amigas se levanta y saluda de beso en la mejilla a cada una, platican
sobre sus novios, hasta que llega su profesor e inician sus clases.

