Texto y fotos por María Isabel Serna Martínez
Antes de cruzar la reja, unos ojos brillantes asoman entre las sombras. Varias cabezas pequeñas observan con curiosidad desde lejos en Villa Gatúbela, una finca donde los maullidos son parte del paisaje. Los vecinos del sector, cerca de la Cuchilla del Salado, ya conocen la escena. Al ver a un visitante nuevo sorprendido por la cantidad de miradas felinas que recibe, solo dicen con certeza: “Ahí vive María Gatos”.
El aire fresco del campo transmite la misma calma que los animales. Todo está limpio, en el orden preciso que caracteriza a María del Socorro Arias Giraldo, una mujer de 60 años, de cabello castaño claro que suele llevar recogido para realizar sus tareas. Su rostro, surcado por leves arrugas y algo de cansancio, se ilumina con una sonrisa serena que desmiente su edad.
Desde hace quince años se dedica a cuidar de “sus niños”, como suele llamar a los veinte gatos y cuatro perros que la acompañan. En algún momento, llegó a tener más de cien.
El amor por los animales, dice, lo heredó de sus padres:
“Nacimos con el corazón como chicharrón”, cuenta con ternura al recordar a su madre. “Nosotras nos encontrábamos un pajarito y se lo llevábamos. Ella cogía una olla, la ponía boca abajo con el pajarito, le daba duro y le quitaba la sonsera”, relata entre risas y nostalgia.
De ausencia de madre a madre de cien
Los recuerdos de su niñez se detienen en un golpe temprano. A los 15 años perdió a su madre y quedó huérfana junto a su hermana menor. “Ella casi no muere, era fría, pero no se iba porque nos dejaba solas”, menciona. Se fue a vivir con una tía, de la que recibió malos tratos durante cuatro años.
En ese momento, no por amor, sino por otras circunstancias, se casó con Antonio María Aguirre García, 16 años mayor que ella, de bigote, andar pausado y vestido siempre con pantalón clásico, camiseta dentro del pantalón y gorra. Habla con serenidad, y aunque María ríe contando cosas que le disgustan, él solo la mira con una calma que parece infinita. Tienen una hija, Nataly Aguirre Arias de 40 años, que, aunque vive en Manizales, los visita poco. Con ella María siente que vivió la juventud a la par.
El tiempo oscuro llegó después con una depresión, especialistas le recomendaron tener una mascota. Su esposo, al que todos llaman Toño, aunque no le gustaban los animales, cuenta que los médicos recomendaron tener un mastín napolitano y lo llamaron Cariño, ahora afirma no imaginarse su vida sin animales.
Con el apoyo de su esposo, María terminó el colegio, probó carreras tan diversas como hotelería, turismo y enfermería. Nunca llegó a ejercer, hoy solo explica con una risa resignada: “Eso era porque Dios me tenía para venirme para acá de veterinaria chichipata a cuidar animalitos”.
Donde el amor nunca dice basta

Cuando ella llegó a Villa Gatúbela el mundo le cambió. Ya no viajaba, no cuidaba su belleza y no se preocupaba por estar bronceada. “Yo cuando iba a la costa era como una arepa; por arriba, boca abajo, de ladito, yo me mantenía bronceadita”. Hoy en día pasó a vestirse con ropa regalada y a vender boletas para alimentar las mascotas. Pero nunca pensó vivir en una finca, y como lo afirma su esposo: “Me voy más fácil yo que ella”.
El primer gato a Villa Gatúbela apareció de la misma manera que llegó el primer perro a sus vidas: con su esposo. Después aparecieron tres más: Pandita, Jirafo y otra de la que no recuerda el nombre. Y luego nunca dejaron de surgir. “Me fue dando ese no sé qué de recibir todo lo que trajeran, todos los nenes que llegaran, yo no era capaz de decir no”. En una encuesta multipropósito realizada por el DANE en el 2022, se evidenció que el 67% de los hogares colombianos viven con al menos un animal de compañía.
A María Gatos le gusta hablar, se detiene poco y salta de un tema a otro; en un momento recuerda la historia de un gato, al siguiente comenta sobre el caballo que tiene su vecino y de repente, regaña a Coffee, el perrito más pequeño y según ella, el más tremendo. La comida para todos llega en gran parte por donaciones, pero cuando no hay, ella se las arregla. Se ha visto obligada a aprender sobre enfermedades. Natalia Jaramillo Mejía, médica en una veterinaria de Manizales llamada Patas Arriba, le ha brindado un apoyo incondicional, le ha enseñado tratamientos y le fía medicamentos.
Los gatos empezaron a disminuir con el paso del tiempo, comenzaron a regalar, teniendo en cuenta hogares donde había niños con síndrome de Down o padres separados. Un estudio realizado por Springer Nature en Reino Unido asegura que tener una mascota incrementa la satisfacción con la vida y ayuda en temas de salud mental como la soledad, angustia o depresión.
Un hogar hecho a la medida pensando en maullidos
María saluda a sus vecinos como si los conociera desde siempre, gritándoles con una sonrisa “gordito”, “mami” o “mi amor”, pero tiene entre sus preferencias a la gente que trata a los animales con el mismo amor que ella. María Carmen González Hernández es su vecina desde hace tres años. Se conmueven de la misma manera cuando recuerdan el último gato que llegó al lugar: “Yo le dije, no, pero es usted con tantos animales. Y ella dijo, no, pues gorda, qué vamos a hacer, tráigamelo, pero que nadie se dé cuenta”.
Villa Gatúbela es su obra: tumbó paredes, reconstruyó cuartos y guadañó prados. Hay camas, arenas y cobijas que lava a mano. Sus días empiezan temprano: organiza camas, cambia el agua, sirve la comida y revisa tratamientos. La finca, de estilo campestre, tiene cuatro habitaciones y en todas se escuchan maullidos, incluso en la suya, donde comparte la cama con algunos. Sorprende la ausencia de olores fuertes; lo único perceptible es el aroma seco del concentrado. Hay mesas con bandejas de purina y cocas en el piso con alimento y agua repartidos por toda la casa, como si cada rincón estuviera reservado para ellos, excepto la cocina, el único lugar en el que ellos no tienen permitido entrar.
Entre vida y despedida hasta el último ronroneo
La muerte es parte inevitable en Villa Gatúbela. Detrás de la casa, en un pequeño patio, María calcula que descansan unos treinta gatos enterrados en los últimos quince años. El lugar está rodeado de san joaquínes amarillos que marcan un camino y distraen la mirada hasta hacer olvidar que hay tumbas allí. Ella o su esposo cavan cada tumba, aunque el espacio ya es escaso. Una vez, al abrir un hueco, se encontró con un cuerpo que ya estaba ahí: “Comencé a sacar pelo mono… y era el mismo gato. Lo estaba desenterrando”.
Recuerda a cada uno: Empana, Tomasa, Jirafo, Princesa, Muñeco… Algunos gatos se van y nunca regresan, “yo digo que se van a morir a otra parte”, dice María con nostalgia. Otros mueren envenenados en el sector, otros atacados por perros o por las enfermedades. “Tengo dos con cáncer en la nariz. Ya están bien comiditos, pero estoy esperando que estén más mal. Me va a tocar aplicarles la eutanasia”, afirma.
La muerte más fuerte para ella fue la de Tobías, un persa chanda, del que aún se culpa por su fallecimiento. María baja la voz, los ojos se le humedecen. “Estaba gordo, hermoso, y no sé cómo murió.” Un día cualquiera ella le abrió la puerta, le dijo que saliera, y eso hizo, se fue. “Solo sé que estaba ahí tirado en el camino”, cuenta con tristeza.
Al despedir a María Gatos, Luna, la perrita que nunca se separa de ella, se queda atenta en la entrada y, un poco más atrás, aparecen Terminal y Amparo, dos de las gatas más consentidas del lugar. Todos miran con cautela, como si se estuvieran asegurando de que la que cruce la puerta no sea ella. Y en esos ojos brillantes parece haber seguridad, como si supieran que con María tienen un refugio seguro en lo que les quede de vida.
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