Texto y fotos por Leidy Ceballos
“La cocina es el lugar de la vida”, dijo Joel Robuchon, y es en esa vida cotidiana donde las piedras cobran un sentido eterno. Es como si los susurros de la piedra ascendieran desde sus entrañas. En cada grano que maceramos, la memoria de lo que hemos sido se despliega en la cocina, una cocina que ha visto pasar generaciones. En la finca, donde la vida parece más pura, las piedras han esperado pacientemente su momento. Mi abuela solía decir que “la piedra es lo último que queda, incluso después de que todo se haya ido”. Al pensarlo, no puedo más que coincidir: seremos polvo y lo que quede será roca, testigo inmortal de lo que fue.
En cada roca vive la alquimia de lo ancestral. Es en estas que se ha construido la magia de la cocina, donde nuestros ancestros depositaron su sabiduría. Y aunque en la ciudad, entre el ruido y lo moderno, este mineral parece fuera de lugar, sigue cum- pliendo su propósito, recordándonos que somos hijos de la tierra. Cada vez que veo un molcajete en una cocina urbana, siento que algo más profundo nos llama, que lo esencial permanece en los detalles, en lo que a menudo olvidamos.
Pero es en la alta cocina, ese rincón donde todo debe ser per- fecto, donde la presencia de la piedra resulta más impactante. Entre utensilios pulidos y técnicas que buscan la precisión, el molcajete y el metate están ahí, reclamando su espacio. No es simple nostalgia, es una necesidad que no se puede ignorar. Porque en lo rústico, en la imperfección, está el verdadero sabor. La piedra nos da esa textura que ninguna máquina podrá repli- car jamás. Y es ahí, en lo imperfecto, donde reside la verdadera perfección.
La piedra es, al igual que nosotros, dura y frágil. En cada uso, transforma lo que toca, al igual que la vida nos moldea, entre lo blando y lo duro, entre lo efímero y lo eterno.

