Por: Sophía Restrepo Hurtado
Son las cuatro de la mañana en un lunes rutinario cuando la alarma suena en la habitación de Ángela María Bedoya, con esta marca el inicio de otro día de enseñanza en la educación rural. A sus 43 y con una trayectoria de un año y medio en el Magisterio, ya conoce de memoria el extenso camino que la lleva desde su hogar, en Manizales, hasta la Institución Educativa San Isidro en la vereda La Romelia de Belalcázar, Caldas, una de las 107 escuelas rurales del departamento. A las 5:30 a.m., un carro la espera junto a otros cuatro docentes, listos para atravesar montañas y carreteras que, con cada kilómetro, se van tiñendo de los colores del amanecer.
Luego de una hora y media de camino, Ángela se despide de sus compañeros en la entrada de Belalcázar y espera a Daniel Buitrago, su conductor habitual. Bajo sol, lluvia o neblina, él siempre llega puntual, listo para llevarla en su moto por el camino más desafiante, donde la civilización se desvanece.
Daniel sonríe con complicidad antes de advertir: “Ahora sí prepárese, porque empezó el baile”. Entre plataneras y cultivos húmedos por el rocío, el camino se vuelve más desafiante hasta que, tras veinte minutos, el trayecto anuncia su tramo más difícil.
La trocha, castigada por la lluvia y el paso de los días, se convierte en un laberinto de piedras sueltas y charcos profundos. La moto se sacude con cada bache, las ruedas patinan sobre el lodo espeso y la cuesta más empinada parece desafiar cualquier intento de avanzar. Ángela se aferra con fuerza a Daniel mientras siente cómo su estómago se encoge en cada desnivel. Algunas mañanas, cuando la lluvia ha sido implacable, no queda otra opción que bajar de la moto y seguir a pie, mientras espera no perder el equilibrio y deslizarse en el camino.
A pesar del vértigo y del riesgo de resbalar, confía en la habilidad de Daniel, quien maniobra con precisión hasta que, tras otros cinco minutos de tensión, la entrada de la escuela aparece al final del camino. Al llegar a la pequeña puerta con barreras de metal, Ángela resalta: “Este camino es difícil, pero yo amo mi trabajo, y ya estar acá es como llegar a mi paraíso”.
Un perro en el aula: educación rural con amor y aprendizaje
Después de quitarse las botas pantaneras y el impermeable que la protege de la lluvia, Ángela limpia el salón y espera con ansias la llegada de sus estudiantes. Primero entran César, de cuarto grado y su hermano Santiago, de segundo. En una mano llevan su lonchera y en la otra la sombrilla que los protege de la lluvia. Luego aparece Neythan, el más pequeño del salón, corriendo emocionado con una mandarina en sus manos: “Se la traje, profe”, dice con alegría. Ángela, con sus ojos verdes y cálida sonrisa, la recibe con ternura y le responde: “Muchas gracias, mi amor por ese detalle tan bello”.
Así, van llegando uno a uno, hasta que finalmente aparece Neyder Zapata, de cuarto grado. Su cabello rizado y su sonrisa, llena de ternura, resaltan al cruzar la entrada de la escuela. Pero no viene solo. Tras sus pasos, unas pequeñas huellas húmedas quedan marcadas en la baldosa y revelan la presencia de su fiel compañero de cuatro patas: Grillo.
Al entrar, ambos se dirigen a su lugar en el salón, donde las mesas están organizadas por grados. Primero y tercero tienen un solo estudiante, mientras que en las demás se agrupan de a tres. En la de cuarto, justo al frente del escritorio de Ángela, César y Neyder comparten el espacio con Grillo, que, acomodado sobre una pequeña cobija en su propia silla, observa atento cada trazo en el cuaderno de Neyder, como si intentara aprender junto a él.
El difícil acceso en la educación rural
Los niños inician el día con un juego. Forman un círculo en el salón y giran al ritmo de una canción: “A la rueda, rueda de pan y canela…” Grillo corre tras ellos moviendo la cola con entusiasmo, pero cuando el cansancio lo vence, se sienta a un lado a observar con paciencia mientras espera el inicio de la clase de biología.
Ángela prepara los textos de cada grado y al frente suyo Grillo come una galleta que le dio Neyder. De fondo, Kevin, de quinto resalta: “¡Profe, Grillo está comiendo en clase, ¡esa es una regla del salón que no se puede romper!”. Ante la queja, Ángela, con risas responde: “Eso no importa, más bien piensen que a veces hasta Grillo tiene mejor asistencia que muchos de ustedes”.
Pasar por el escritorio de Ángela significa hacer una parada obligatoria en la silla de Grillo. Los niños, siempre atentos a su compañero perruno que luce una mancha oscura en el ojo izquierdo, como de pirata, aprovechan la cercanía de la mesa de Neyder con la de la profesora para acariciar su pelaje suave de color blanco, acomodarle la silla o arroparlo con cariño. Mientras tanto, él disfruta del privilegio que muchos envidian durante la clase de sociales: una tranquila siesta.
Pasada la mitad de la jornada, Neyder se acerca a su profesora, aún preocupado por Grillo, que días atrás estuvo enfermo. Con nostalgia, como si hablara de un hermano, le dice: “Si Grillo se muere, yo quiero que lo enterremos acá en la escuela, profe, para que nos acompañe siempre”.
Una amistad con cuatro patas
Grillo llegó a la vida de Neyder hace cinco años, cuando Muñeca, la mascota de la familia, lo trajo al mundo. Desde entonces, se convirtió en más que un simple compañero: fue un pilar en su crecimiento emocional. Neyder, antes un niño reservado y callado debido a situaciones familiares difíciles, empezó a transformarse en un estudiante participativo y afectuoso. Y en cada paso de ese cambio, Grillo estuvo allí, como testigo y cómplice de su evolución.
Pero su papel no se limitó al hogar. Desde que Neyder comenzó a llevarlo al colegio, Grillo se rehusó a quedarse atrás. Su abuela, Milena Zapata, quien cuida tanto de su nieto como de sus compañeros perrunos en casa, intentó mantenerlo adentro para evitar inconvenientes en la escuela. Sin embargo, Grillo siempre encontraba la forma de escapar y aparecer en el aula, decidido a seguir siendo la sombra inseparable de su amigo.
Al principio, Neyder temía que algún día no lo dejaran entrar. Miraba de reojo a su profesora, esperando un regaño, o a sus compañeros, mientras esperaba que alguien se quejara. Pero Grillo nunca fue una molestia. Se acurrucaba a su lado, en silencio, como si entendiera que aquel salón también era su lugar. Con el tiempo, la preocupación de Neyder se transformó en orgullo. Con el pecho inflado de felicidad por su colegio dice: “Esta no es solo la mejor escuela, sino también la mejor perrera”.
“Desde que Grillo viene a clase con Neyder, él es otro”, dice Ángela. “Deja de lado sus frustraciones cuando está con él y por eso lo recibo en el salón sin problema. Ahora tiene una sonrisa gracias a su perrito”. Conoce a cada uno de sus estudiantes como a la palma de su mano, y en él ha visto un cambio que no pasa desapercibido.
Neyder es uno de los 3.6 millones de niños y jóvenes que estudian en el campo en Colombia, donde las oportunidades educativas son más limitadas que en las ciudades. Sin embargo, con el apoyo de Ángela, cada día encuentra en su escuela un espacio para aprender, compartir y crecer junto a su fiel amigo.
A la 1:00 p.m., cuando la jornada termina, Neyder toma su mochila y, antes de irse, Ángela le dice “Estuviste muy juicioso hoy, mi amor, te felicito”. Él, orgulloso, sujeta la correa de Grillo y juntos se despiden. Las huellas que en la mañana quedaron impresas en la baldosa del salón ahora se desvanecen en el barro del sendero. Neyder aprieta el paso, Grillo, con el instinto alerta, avanza a su lado, atento a cada sonido entre los matorrales. El sol de la tarde cae con fuerza sobre el camino, haciendo que cada paso se sienta más pesado. Ambos avanzan con determinación, mientras esquivan piedras y raíces con la agilidad de quien ha recorrido este trayecto una y otra vez. Aún faltan minutos para llegar a casa, pero con cada paso, confirman lo que ya saben: mientras estén juntos, el camino siempre será un poco más fácil.
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Por: Sophía Restrepo Hurtado
Son las cuatro de la mañana en un lunes rutinario cuando la alarma suena en la habitación de Ángela María Bedoya, con esta marca el inicio de otro día de enseñanza en la educación rural. A sus 43 y con una trayectoria de un año y medio en el Magisterio, ya conoce de memoria el extenso camino que la lleva desde su hogar, en Manizales, hasta la Institución Educativa San Isidro en la vereda La Romelia de Belalcázar, Caldas, una de las 107 escuelas rurales del departamento. A las 5:30 a.m., un carro la espera junto a otros cuatro docentes, listos para atravesar montañas y carreteras que, con cada kilómetro, se van tiñendo de los colores del amanecer.
Luego de una hora y media de camino, Ángela se despide de sus compañeros en la entrada de Belalcázar y espera a Daniel Buitrago, su conductor habitual. Bajo sol, lluvia o neblina, él siempre llega puntual, listo para llevarla en su moto por el camino más desafiante, donde la civilización se desvanece.
Daniel sonríe con complicidad antes de advertir: “Ahora sí prepárese, porque empezó el baile”. Entre plataneras y cultivos húmedos por el rocío, el camino se vuelve más desafiante hasta que, tras veinte minutos, el trayecto anuncia su tramo más difícil.
La trocha, castigada por la lluvia y el paso de los días, se convierte en un laberinto de piedras sueltas y charcos profundos. La moto se sacude con cada bache, las ruedas patinan sobre el lodo espeso y la cuesta más empinada parece desafiar cualquier intento de avanzar. Ángela se aferra con fuerza a Daniel mientras siente cómo su estómago se encoge en cada desnivel. Algunas mañanas, cuando la lluvia ha sido implacable, no queda otra opción que bajar de la moto y seguir a pie, mientras espera no perder el equilibrio y deslizarse en el camino.
A pesar del vértigo y del riesgo de resbalar, confía en la habilidad de Daniel, quien maniobra con precisión hasta que, tras otros cinco minutos de tensión, la entrada de la escuela aparece al final del camino. Al llegar a la pequeña puerta con barreras de metal, Ángela resalta: “Este camino es difícil, pero yo amo mi trabajo, y ya estar acá es como llegar a mi paraíso”.
Un perro en el aula: educación rural con amor y aprendizaje
Después de quitarse las botas pantaneras y el impermeable que la protege de la lluvia, Ángela limpia el salón y espera con ansias la llegada de sus estudiantes. Primero entran César, de cuarto grado y su hermano Santiago, de segundo. En una mano llevan su lonchera y en la otra la sombrilla que los protege de la lluvia. Luego aparece Neythan, el más pequeño del salón, corriendo emocionado con una mandarina en sus manos: “Se la traje, profe”, dice con alegría. Ángela, con sus ojos verdes y cálida sonrisa, la recibe con ternura y le responde: “Muchas gracias, mi amor por ese detalle tan bello”.
Así, van llegando uno a uno, hasta que finalmente aparece Neyder Zapata, de cuarto grado. Su cabello rizado y su sonrisa, llena de ternura, resaltan al cruzar la entrada de la escuela. Pero no viene solo. Tras sus pasos, unas pequeñas huellas húmedas quedan marcadas en la baldosa y revelan la presencia de su fiel compañero de cuatro patas: Grillo.
Al entrar, ambos se dirigen a su lugar en el salón, donde las mesas están organizadas por grados. Primero y tercero tienen un solo estudiante, mientras que en las demás se agrupan de a tres. En la de cuarto, justo al frente del escritorio de Ángela, César y Neyder comparten el espacio con Grillo, que, acomodado sobre una pequeña cobija en su propia silla, observa atento cada trazo en el cuaderno de Neyder, como si intentara aprender junto a él.
El difícil acceso en la educación rural
Los niños inician el día con un juego. Forman un círculo en el salón y giran al ritmo de una canción: “A la rueda, rueda de pan y canela…” Grillo corre tras ellos moviendo la cola con entusiasmo, pero cuando el cansancio lo vence, se sienta a un lado a observar con paciencia mientras espera el inicio de la clase de biología.
Ángela prepara los textos de cada grado y al frente suyo Grillo come una galleta que le dio Neyder. De fondo, Kevin, de quinto resalta: “¡Profe, Grillo está comiendo en clase, ¡esa es una regla del salón que no se puede romper!”. Ante la queja, Ángela, con risas responde: “Eso no importa, más bien piensen que a veces hasta Grillo tiene mejor asistencia que muchos de ustedes”.
Pasar por el escritorio de Ángela significa hacer una parada obligatoria en la silla de Grillo. Los niños, siempre atentos a su compañero perruno que luce una mancha oscura en el ojo izquierdo, como de pirata, aprovechan la cercanía de la mesa de Neyder con la de la profesora para acariciar su pelaje suave de color blanco, acomodarle la silla o arroparlo con cariño. Mientras tanto, él disfruta del privilegio que muchos envidian durante la clase de sociales: una tranquila siesta.
Pasada la mitad de la jornada, Neyder se acerca a su profesora, aún preocupado por Grillo, que días atrás estuvo enfermo. Con nostalgia, como si hablara de un hermano, le dice: “Si Grillo se muere, yo quiero que lo enterremos acá en la escuela, profe, para que nos acompañe siempre”.
Una amistad con cuatro patas
Grillo llegó a la vida de Neyder hace cinco años, cuando Muñeca, la mascota de la familia, lo trajo al mundo. Desde entonces, se convirtió en más que un simple compañero: fue un pilar en su crecimiento emocional. Neyder, antes un niño reservado y callado debido a situaciones familiares difíciles, empezó a transformarse en un estudiante participativo y afectuoso. Y en cada paso de ese cambio, Grillo estuvo allí, como testigo y cómplice de su evolución.
Pero su papel no se limitó al hogar. Desde que Neyder comenzó a llevarlo al colegio, Grillo se rehusó a quedarse atrás. Su abuela, Milena Zapata, quien cuida tanto de su nieto como de sus compañeros perrunos en casa, intentó mantenerlo adentro para evitar inconvenientes en la escuela. Sin embargo, Grillo siempre encontraba la forma de escapar y aparecer en el aula, decidido a seguir siendo la sombra inseparable de su amigo.
Al principio, Neyder temía que algún día no lo dejaran entrar. Miraba de reojo a su profesora, esperando un regaño, o a sus compañeros, mientras esperaba que alguien se quejara. Pero Grillo nunca fue una molestia. Se acurrucaba a su lado, en silencio, como si entendiera que aquel salón también era su lugar. Con el tiempo, la preocupación de Neyder se transformó en orgullo. Con el pecho inflado de felicidad por su colegio dice: “Esta no es solo la mejor escuela, sino también la mejor perrera”.
“Desde que Grillo viene a clase con Neyder, él es otro”, dice Ángela. “Deja de lado sus frustraciones cuando está con él y por eso lo recibo en el salón sin problema. Ahora tiene una sonrisa gracias a su perrito”. Conoce a cada uno de sus estudiantes como a la palma de su mano, y en él ha visto un cambio que no pasa desapercibido.
Neyder es uno de los 3.6 millones de niños y jóvenes que estudian en el campo en Colombia, donde las oportunidades educativas son más limitadas que en las ciudades. Sin embargo, con el apoyo de Ángela, cada día encuentra en su escuela un espacio para aprender, compartir y crecer junto a su fiel amigo.
A la 1:00 p.m., cuando la jornada termina, Neyder toma su mochila y, antes de irse, Ángela le dice “Estuviste muy juicioso hoy, mi amor, te felicito”. Él, orgulloso, sujeta la correa de Grillo y juntos se despiden. Las huellas que en la mañana quedaron impresas en la baldosa del salón ahora se desvanecen en el barro del sendero. Neyder aprieta el paso, Grillo, con el instinto alerta, avanza a su lado, atento a cada sonido entre los matorrales. El sol de la tarde cae con fuerza sobre el camino, haciendo que cada paso se sienta más pesado. Ambos avanzan con determinación, mientras esquivan piedras y raíces con la agilidad de quien ha recorrido este trayecto una y otra vez. Aún faltan minutos para llegar a casa, pero con cada paso, confirman lo que ya saben: mientras estén juntos, el camino siempre será un poco más fácil.
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