Texto y fotos por Manuela Vera
El 16 de febrero de 1990, Alba Libia Ospina dio el “sí” más esperado de su vida. Fue frente al altar de la Iglesia Nuestra Señora de Fátima y junto a su gran amor: Luis Fernando Ramírez.El amor de “La Flaca” y “El Negro” nació entre juegos de infancia y complicidades adolescentes. Primero fueron amigos de barrio, después novios y, con el tiempo, decidieron caminar juntos para toda la vida
.Se casaron siendo jóvenes —ella de 25 y él de 23—, pero con un objetivo claro: construir un hogar sólido, lleno de amor y con aroma a familia. Para Fernando, ese fue siempre el centro de todo.Podía portar el uniforme de policía con orgullo y disciplina, pero al llegar a casa lo dejaba colgado, porque allí lo que importaba era Alba, eran los hijos, era la risa compartida en la sala.Lo que jamás imaginó fue que, diez años después, la historia con su esposo quedaría interrumpida, así sus hijos siguieran creciendo. Es como un limbo que acumula días, meses y años.
El hombre detrás del uniforme
A Luis Fernando Ramírez lo recuerdan con dolor como el único policía desaparecido en medio de la toma guerrillera de Arboleda, Caldas. Pero detrás de ese uniforme, esos 180 centímetros de altura, piel morena oscura, ojos café y sonrisa profunda —como aparece en la foto que Alba guarda como amuleto en el nochero al lado de su cama— había un hombre profundamente hogareño.
Atento con su madre, solidario con sus hermanos y cariñoso con su esposa. Ella, mientras observa de nuevo la foto, insiste en que nunca hubo contradicción entre el Fernando del uniforme y el Fernando de casa: “Era el mismo: tierno, amoroso. El uniforme no lo endureció”.
Para quienes lo conocieron de cerca, Luis Fernando no era un héroe de película. Tenía su carácter y tampoco se destacaba por su orden en la casa. Pero eso sí, como dicen sus cuñadas, era un ser humano que encontraba grandeza en lo simple: le gustaba compartir y estar rodeado de los suyos.
El padre cómplice
Cuando nacieron sus hijos, Luisa Fernanda el 1 de enero de 1992 y Simón el 26 de mayo de 1994 se descubrió en un rol que lo llenaba de plenitud: ser papá. Era de esos hombres que no necesitaba pretextos para armar un plan en familia. Bastaba un día libre para que apareciera con una idea nueva: una caminata improvisada, un paseo al río, una tarde de películas o hasta un cambuche armado con cobijas y linternas en la sala. “Para él, los hijos eran todo”, menciona Alba.
Ramírez no era un padre distante, sino cómplice, como recuerda Simón sentado en el comedor de madera de su casa y rodeado de un montón de fotos de su infancia: “Jugaba con nosotros, nos lleva-ba a pasear y hacíamos su plan favorito: llevarnos a montar en bicicleta a cualquier hora y en cualquier sitio que no fuera peligroso”. Fernando no solo les daba diversión, pues Simón también cuenta con orgullo que para él era “bendito” acompañarlos siempre el primer día de clases.


El día que todo cambió
El 29 de julio del 2000, mientras Alba organizaba a su hija para que se fuera a catequesis, recibió la visita de su vecina.
Llegó desesperada, contando que se estaban tomando Arboleda.
Alba, que residía en Filadelfia, empezó a llamar al comando para preguntar por “su negro”.
Nunca recibió respuesta. Desde entonces, no hubo noticias, solo una palabra dolorosa y fría que aún se sigue escuchando: “Desaparecido.”
Desde ese día, Alba tuvo que convertirse en dos personas: madre y padre a la vez.
Con una fortaleza que ella misma desconocía, crio a sus hijos y los educó.
Los acompañó en cada etapa, soportó preguntas difíciles, noches en vela y silencios de nostalgia que pesaban más que cualquier palabra.
A pesar de todo, Alba lo logró.
Sus hijos crecieron, estudiaron y se convirtieron en profesionales: Luisa es abogada y Simón, técnico aeronáutico.
Cada uno formó su propio hogar.
Cumplieron el sueño que Fernando repetía con orgullo: “Yo quiero que ellos salgan adelante.”
Claro, cada logro conserva un sabor agridulce.
Como dice Luisa Fernanda, mientras abraza la placa policial de su papá:
“El día que realmente supe que mi papá no iba a llegar fue cuando escuché entrar los mariachis a mi fiesta de 15.
Me quedé esperando hasta que terminaran la canción, para que llegara con un ramo de claveles rosados para mí.”
Con el paso del tiempo, Alba aprendió a vivir con la ausencia, aunque nunca a acostumbrarse.
En cada rincón de la casa, al ver un policía o al oír una moto en la calle, todavía se asoma con la ilusión fugaz de que sea él.
“Los recuerdos son todo. Están en mis hijos, en los sonidos, en los objetos. La vida misma me lo recuerda”, dice Alba.
Esa vida en incertidumbre se volvió una lucha diaria.
No solo enfrentó la ausencia del esposo, sino también la indiferencia del Estado.
Le dolió verlo reducido a un expediente, a un número más en una lista.
Con los años dejó de esperar respuestas de las instituciones.
Hoy se refugia en Dios y en sus recuerdos.
Conversaciones la ausencia
En el silencio de las noches y el murmullo de las mañanas, Alba encontró su ritual. Antes de dormir y recién se levanta le habla a Fernando. Le confiesa sus miedos, sus cansancios, le cuenta qué hicieron los hijos, qué travesuras come-tieron las nietas. Alba relata con emoción que su segunda nieta, Alaia nació el 30 de julio de este año, justo 25 años después de la toma y día que ella cree que falleció su esposo.La ausencia, lejos de apagarse con los años, se hace más grande. “Cada día hace más falta.
Cuando los hijos formaron su vida y ya no están en casa, me voy que-dando más sola. Y su ausencia se siente más grande”.Alba ya no espera que se abra la puerta y aparezca. Su espera es otra: la de poder saber algún día dónde está, la de poder cerrar un ciclo que la guerra le arrebató sin permiso.
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