La casa de citas de Aurora

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13 Min de lectura

Texto y fotos por: Valeria Pineda

En plena esquina comercial de la carrera 20 con calle 19 se encuentra una casa que lleva los años tatuados en sus pálidas paredes amarillas. Ha sido testigo y protagonista en carne propia de la diversidad mercantil de este punto de la ciudad de Manizales. Hoy en día su parte baja está ocupada y bien cuidada por un centro odontológico. Pero en su costado izquierdo, una inocente puerta dorada enseña el camino hacia una enorme casona de tres pisos y once habitaciones. Al abrirla, unas diecisiete escaleras de madera que crujen al pisarlas indican el trayecto. A lo que fue todo un sitio de citas y “diversión” para los bohemios de Manizales.

Los pisos de tabla encerada sobresalen. Las paredes son blancas con alguna que otra huella que se luce ante los rayos de luz. Que entran por los enormes ventanales de los cuartos y del cielorraso. Actualmente ocho de sus cuartos están sin dueño, solitarios y misteriosos. Llenos de historias que ahora son recuerdos de los cuales solo son testigos las paredes. En el día, la algarabía de la comercial 19 actúa como música de fondo. Pero al interior, por cada piso que se sube… el silencio abruma más y más. Cuando cae la tarde, llegan los inquilinos actuales, se “arrejuntan” en tres de los inmensos cuartos, pues como lo cuentan ellos, temen que los asusten.

En los últimos 30 años ha pasado de ser un inquilinato a casa de familia, prendería, casa de préstamos, venta de buñuelos y de ropa. Se ha mantenido en movimiento, pero ningún negocio perduró tanto como lo hizo Aurora en este lugar.

En los años 70, ella se estableció allí, era una mujer pequeña, gruesa, de cabello corto. Que se vestía con batas que le llegaban bajo las rodillas y contaban con transparencias o escotes dejando entrever sus pronunciados senos. Ofreció un servicio que se mantuvo resguardado puertas para adentro. Y del que desde la calle solo se observaban unas cortinas rojas que ocultaban lo que acontecía en el interior. En esta puerta dorada, que anteriormente era blanca, un pequeño letrero de bronce de 10×5 centímetros le ponía nombre al famoso lugar “Aquí está Aurora”.

El famoso local

“Vestidas de rebeldes al interior de estas paredes, se metian en su cabeza de que todo era porque a través de está ventana tenían una vida y personas que dependían de los pesos que consiguieran atendiendo al obrero, conductor o a uno que otro cliente de plata que llegara en cuestión de segundos, gracias a la ubicación estratégica de la casa”.

Al entrar, una luz tenue invadía el sitio. Un sofá se tomaba gran parte de la sala de espera, en compañía de sillitas y una larga mesa blanca. En sus paredes, las repisas con tragos actuaban como adorno y en ocasiones bombillos de colores verdes o rojos completaban el ambiente. César Augusto Suárez, un comerciante de la 19 conocido popularmente como El Pepa. Recuerda que tanto en el día como en la noche las habitaciones permanecían cerradas. Y para entrar en compañía de las trabajadoras se debía pagar unos tres o cuatro mil pesos.

En ese entonces, El Pepa se dedicó a ser conductor de noche y como no podía tomar, le servía de guía a los patrones que entraban al lugar. Relata que cuando llegaba la noche, el disco de acetato de 45 reproducciones por minuto imponía principalmente el compás de cuatro por ocho que dictan las canciones de tango y empezaban a sonar las letras de Julio Jaramillo y de Orlando Contreras.

También se le daba play a la rumba tropical donde la sinfonía de Rodolfo Aicardi y Pastor López se entonaban con ánimo mientras el roncito y el aguardiente prendían a los clientes y uno que otro cigarrillo President, Mustang o Piel Roja se encendían. El de “más caché que quería aparentar llegaba con un paquete de Marlboro y no dejaba que nadie lo tocara”, agrega César. Todo esto, mientras observaban de pies a cabeza a las 15 o 20 mujeres entre los 20 y 40 años, acomodándose una junto a otra esperando a que el cliente se arrimara.

En el día este sitio pasaba casi desapercibido.

“La verdad es que eso era discreto, conocido por mucha gente, la mayoría de los hombres sabían que eso existía, pero no tenía acceso cualquiera”.

Cuenta don Carlos, el vecino comerciante de calzado que se ubicaba justo bajo los

pies de Aurora y quien la primera vez que entró, tuvo que ir acompañado de un amigo para lograr el acceso que sólo se ganaban unos pocos por ser los menos chismosos.

“Las muchachas de vida alegre”

El Pepa, por ser conductor elegido, subía al lugar y convivía con las mujeres, comenta que “a más de una la cotizaban era por ser seria, no por ser buena amante, era por quedarse callada”. Ellas, en sus minifaldas y escotes pronunciados, le revelaron que había muchos hombres que simplemente frecuentaban el sitio para desahogarse con ellas sobre su situación sentimental, orientación sexual o problemas del hogar y que iban al lugar por la presión social de sus compadres. No obstante, la otra parte de la clientela las buscaba por cumplir aquella fantasía que les vendían las revistas pornográficas y como lo dice don Carlos “simplemente los hombres íbamos allá a disfrutar de las niñas”, mientras termina estas palabras su esposa lo mira y le pregunta sorprendida, pero con una risa nerviosa “¿pero usted iba por noveleriar o iba a tener sexo allá?”, una carcajada del esposo llega como respuesta.

En aquel tiempo “la moda era la gonorrea”, afirma El Pepa. Las niñas no estaban exentas a contraer una enfermedad venérea o un embarazo, porque simplemente les representaba un costo extra utilizar preservativos y su forma de cuidarse era acudir a las matronas de las ramas a que las medicaran por si había temor. Todo corría por cuenta de ellas, pues no tenían garantías, dado que no se estipulaba ningún contrato de por medio, según comenta el administrador del local. Simplemente eran unas trabajadoras que en su mayoría eran provenientes de

otros lugares como Pereira y Cartago y llegaban en secreto a ganarse una comisión. Esto es una demos- tración de la lucha que lleva la Asociación Sindical de Trabajo Sexual:

“Por quienes lo ejercieron y ya no están, quienes murieron en condiciones insanas y fueron rechazados por la sociedad y por sus mismas familias”.

Es por ello, que actualmente Astrasex busca formas de regular esta profesión y crear garantías para que no sean perseguidas, sino protegidas.

Los fines de semana eran los días de mayor flujo. Sin embargo, si en cualquier momento de la semana llegaba alguien, Aurora le tenía una niña al cliente. Luego del acto, el baño era en la ponchera y con papel higiénico se secaban, mientras eso adecuaban nuevamente la pieza para reiniciar la conquista. En tanto esto pasaba, la vecindad hacía correr los rumores de lo que acontecía. Maria Marleny Castrillón comenta que escuchó chismes de que las niñas abortaban allí y los fetos eran arrojados por el inodoro, también agrega que había peleas en el lugar, con lo que está de acuerdo Margarita Muñoz, una vecina que lleva 60 años en la 19. Poco a poco el estigma fue aumentando.

Los nuevos patrones

El 30 de diciembre de 1976 llegaron los nuevos dueños de la propiedad, encontraron en esta esquina una posibilidad de ganar un buen dinero de cuenta de los arriendos y recuperar la inversión de la compraventa de 680 mil pesos. Al llegar, Aurora ya tenía instalada su casa de citas. Antonio no vio problema alguno con el negocio, pero permaneció con el secreto por guardar las apariencias.

En ocasiones él no podía recoger el arriendo, es por ello que su esposa y hermana iban por él. Aurora siempre las recibía con mucha alegría y amabilidad, el tintico no faltaba y cuando alguna muchacha se asomaba su explicación era, según cuenta, la esposa de Antonio, Blanca: “Vea es que ellas son colegialas son unas señoritas que trabajan en la licorera y la Gobernación”. Sin embargo, en cada visita les decía algo distinto, pero ellas solo se centraban en recibir la plata y dejarlo pasar.

Con el tiempo, los rumores comenzaron a esparcirse y ellas se enteraron del verdadero funcionamiento de la propiedad. Cuando le reclamaron a Antonio con una carcajada les dijo:

“Ni por tan lindas y tan jóvenes, quién se las va a comer”, relata Blanca.

Eso sí, no regresaron al lugar. Al igual que ellas, las personas no se daban cuenta de lo que sucedía arriba, pues si bien era un lugar dedicado a calmar placeres carnales ningún sonido o murmullo develaba las verdaderas intenciones.

No había quebrantos en la rutina, ni cierres en el local y así estuvo en su apogeo hasta 1985, fecha en la cual murió Antonio y el hermano de Blanca, Rubiel, tuvo que hacerse cargo de los arriendos. Él no estaba de acuerdo con el negocio y aprovechó que Aurora estaba mal económicamente, dado que un sobrino intervino en sus finanzas, fue subiendo poco a poco el arriendo, “yo le decía vale tanto, ahora vale más y así la tuve como tres años”, indica Rubiel.

De igual forma hablaba con ella y trataba de convencerla de que por su edad lo más indicado era darle cierre al local. En aquel tiempo llegaron más familias a vivir al barrio y el descontento creció, es por ello que la comunidad de Los Agustinos se unió y realizó un memorando para comunicar sus disgustos, explica Margarita. Así se mantuvo la pelea con Aurora durante tres años, hasta que cerró el local y comenzaron las adecuaciones y reparaciones para poder arrendar la casona.

Luego de cerrar, los clientes que no se enteraron siguieron tocando la puerta por años hasta que llegó el olvido y la casa se integró una vez más a la calle comercial que, así como lo afirma el historiador Giovanny Herrera Muñoz: “La 19 durante los años ha venido sufriendo modificaciones en el tipo de uso comercial, pero se mantiene en esta premisa”. Y es así como la casa queda como un recuerdo y permanece el enigma de si Aurora era simplemente un seudónimo o un nombre real, pues su apellido fue todo un misterio que permanece en las mentes de los fieles conocedores del local.

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