Entrenar con con violencia para hacer de la guerra un juego

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Texto y foto por Sofía Giraldo

El Ejército Nacional de Colombia no es más que otro colegio. Claro, las clases no abordan las matemáticas, sino cómo sobrevivir a un disparo. Los salones no son de cuatro paredes, sino bosques húme- dos ensordecedoramente silenciosos y los castigos no son rayones en la hoja de vida, sino en sus espaldas causados por la quemadura de un machete.

Alberto Mejía Román, oficial del Ejército, es uno de los profesores de este “cole- gio” y fue el encargado de enseñarles a los soldados regulares (quienes prestan servicio militar de combate durante mí- nimo dieciocho meses) de los 80 y 90 a enfrentarse con el M-19, grupo guerrillearo de Colombia.

Mejía entra caminando a su edificio. Sus pies parecían pesarle, pues cada paso era una pequeña victoria contra el suelo, con el ritmo de quien no quiere llegar. En una mano carga las llaves livianas de su taxi y en la otra lleva la correa de un perro pequeño, con el pelo más blanco que el de él. Sus vecinos los miraban y sonríen al verlos juntos compartiendo su vejez. Pero no sabían que esas manos cariñosas, antes, habían sido armas utilizadas en los soldados de la patria para infligir un dolor imborrable en sus memorias.

P: ¿Cómo era su relación con los soldados?

R: Más que respeto, ellos me tenían terror. Había que darles duro, desequili- brarlos, pegarles si era necesario, hacer de todo para que sintieran verdadero arre- pentimiento por no cumplir sus deberes de soldado.

P: ¿Cuál era la necesidad de la fuerza?

R: Porque antes el ejército no estaba profesionalizado como ahora. Antes era considerado una correccional. Allá llega- ban todos los drogadictos, rebeldes, los de estrato medio y bajo, los delincuentes o simplemente los que no estudiaban. Ellos tenían que cambiar sus hábitos, aprender la obediencia y, al mismo tiempo, volverse lo suficientemente fuertes para irse al monte a luchar por su país, y qué método más efectivo que la fuerza.

En este colegio la suspensión de ma- trícula era igual a ir a la cárcel; sin em- bargo, esa era la mejor opción. Muchos rogaban por irse, en lugar de quedarse y aguantar los castigos. Mientras que, en un colegio regular, en el observador se escribe en un papel el seguimiento al rendimiento del estudiante, aquí los errores quedaban marcados en la piel.

P: ¿Cómo eran los castigos para los soldados?

R: Dependiendo de la falta. Había unos casos donde directamente iban a la cár- cel, como matar un compañero, violar la privacidad de la institución, tráfico de todo tipo, entre otras, pero las faltas que eran más leves, de esas me encargaba yo. Una era el baño María, donde treinta y dos soldados hacían dos filas paralelas con palo de escoba en mano y el castigado debía pasar por la mitad, sin ropa y a una velocidad específica. Tenía que aguantar los golpes de sus compañeros y los sol- dados, por orden los tenían que golpear.

P: ¿Y qué otros había?

R: Entrenamientos de hasta cinco ho- ras seguidas, algunos se desmayaban, algunos se lesionaban o pelaban la piel, también había otro que era el de “la caja” que consistía en una caja de 1.20 x 1.20 cm donde el soldado cabía únicamente agachado. Allí los dejaba veinticuatro horas, al sol y al agua, sin comida y sin beber nada. Y depende de la falta era la cantidad de días ahí encerrados. Podían salir cinco minutos cada veinticuatro ho-ras, tomar un vaso de agua, una galleta Saltín y pa’ dentro.

P: ¿Recuerda alguna expe- riencia que lo haya marcado con un soldado?

R: En medio de un castigo, un soldado corrió por un fusil; yo no alcancé a dete

nerlo y se disparó en el pecho. Se intentó suicidar ahí, conmigo. Afortunadamente para nosotros y desafortunadamente para él, la bala no alcanzó a tocar el corazón y quedó vivo. A él lo pasamos por herido en combate y lo dejamos salir del ejército sin que enfrentara cargos por no completar su servicio.

Alberto Mejía habla con una inexpre- sividad en el rostro como si de una pie- dra se tratara. Termina la anécdota con un tono burlón. Como cuando un maes- tro habla del estudiante que no pudo con su materia, ni siquiera haciendo trampa. Va a la cocina y empieza a cocinar algo comer, en su gran apartamento con vista privilegiada al atardecer.

En el barrio La Cumbre, en Manizales, hay ocho casas seguidas con un diseño muy colorido. Allí vive Mateo Idárraga, un joven de veintisiete años que prestó servicio militar por dieciocho meses, treinta y cuatro años después que los estudiantes de Mejía. Mientras el aro- ma a hierba se entrelaza en las cortinas negras de su cuarto, sus palabras se desvanecían como el humo que salía de sus labios.

P: ¿Cómo son los castigos actualmente en el Ejército Nacional de Colombia?

R: Ya no es tan común el castigo físico, pero la exigencia psicológica sigue siendo bien pesada. Una vez el teniente nos dejó bajo la lluvia horas, mojándonos, insultán- donos y nos decía que íbamos a morir.

P: Mire esta grabación, es deunoficialdelos80y90. ¿Algo de lo que dice, se parece a la forma de entrenamiento actual?

-PAM… PAM…PAM… – Suena la grabación de Alberto Mejía explicando cómo le daba planchazos con machete a los soldados que se fugaban del cuartel en las noches.

P: ¿Puedes parar la nota de voz? … Gracias.

R: No sé qué es peor, si los castigos que hacía, o que lo cuente con tanta tranquilidad. Ahora es más utilizado el insulto, la provocación o “toreo” con cosas personales, pero por lo menos a mí no me ha tocado tanta violencia, aunque since- ramente, a veces el maltrato psicológico puede ser más letal que el físico.

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