El eterno descanso

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Texto y fotos por Juana del Pilar Rivera Buendía

8:00 a.m., la brisa sopla fría y el césped está mojado. El sol irradia la mañana del domingo, el firmamento está despejado y está azul como el mar, las flores que adornar las lápidas atraen abejas, algunas pentas rojas yacen sobre los osarios, el sonido de la fuente suena bien y las aves caravanas caminan por cinco hectáreas de campo. Este paisaje es el abrazo de bienvenida a Jardines de la Esperanza, un cementerio de Manizales, ubicado en la calle 50 # 24-05 en el barrio Lusitania.

Paz, calma y tranquilidad son las palabras que usan los sepultureros, familias, visitantes, celadores y sacerdotes para referirse a este cementerio, ya que lo ven como un lugar de eterno descanso. Abrió sus puertas en 1930 y presta servicios de inhumación, exhumación y cremación.


Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas (DANE) la tasa de mortalidad creció un 22% en el 2020. En Colombia, solo el 2,7% de hogares realiza el pago de gastos fúnebres, el cual cubre la preparación del cuerpo y su traslado. Además de adquisición de licencias de inhumación o exhumación, cofre fúnebre, carroza, sala de velación y trámites eclesiásticos. Los precios van desde los 17 mil pesos.
En Jardines de la Esperanza en noviembre del 2023 inhumaron unos ocho cuerpos. Aunque generalmente prefieren la cremación, allí se realizan unas 180 al mes.

Momento de paz


9:00 a.m., las personas comienzan a arribar al cementerio para hacer la visita habitual del domingo. La mayoría de los visitantes
organiza un ramo de flores, un par de margaritas y chirosas de colores para adornar la tumba, luego golpean la lápida para saludar a su familiar, rezan el rosario y hablan un rato con ellos. Jorge Hernán Bernal Vera, visitante del cementerio, dice: “Yo tengo a mi madre y a mi abuela en un lote. Este lo compramos porque Jardines me genera paz y es la misma que quiero para ellas en su descanso. Si muero, me gustaría que me cremen y que me echen de abono para una planta”. La mañana transcurre y el sitio se llena lentamente. Cada una realiza su ritual. Se acercan las 12:00 p.m. y las campanas de la iglesia comienzan a sonar. Es hora de la misa.

La despedida


Alexander Ospina Sánchez, sepulturero de Jardines de la Esperanza, comenta: “Aquí ya se tienen unos marcos con las medidas especiales. Una tumba tiene cuatro metros de profundidad, 2.10 metros de largo y 80 centímetros de ancho. Yo me tardo tres horas en abrir el sepulcro. Una vez construido se llena con placas de concreto, se coloca el muerto, se echa la arena y se pone la lápida. Yo sé que es difícil para las personas,
pero para mí es gratificante poder darles un eterno descanso a aquellos que abandonaron este mundo”.

Un cementerio dentro de la ciudad 10:00 a.m. El sol comienza a aparecer luego de superar una nube negra que lo esconde. Desde afuera, el cementerio San Esteban, ubicado en la calle 45 #24B-52, proyecta una imagen desoladora y triste. Allí se siente una energía pesada, pues los visitantes dicen que para ingresar hay que tener la mente tranquila y evitar los pensamientos negativos.

El 17 de junio de 1923, el segundo obispo de la ciudad, monseñor Tiberio de Jesús Salazar, decidió poner la primera piedra del cementerio San Esteban. Pero no es hasta la década de los 40 cuando el cementerio inicia su funcionamiento. En San Esteban trabajan tres sepultureros en turnos de ocho horas. Realizan el mantenimiento del cementerio, botan la basura y entierran a los muertos. Jorge Alberto Cardona Sánchez, sepulturero del cementerio desde hace más de 27 años, indica que las tumbas en el San Esteban miden dos metros de largo, uno de fondo y 90 centímetros de ancho.

Freddy Franco, sepulturero del cementerio, hace la ronda habitual y revisa qué tareas hay para hacer. Ese día tocaba limpiar el campo donde se encuentran los NN (ningún nombre). Ese gran campo verde está lleno de maleza, hileras de tumbas con cruces a medias y cortadas y lleno de flores rosadas.
El día termina y los últimos visitantes se despiden de sus familiares, amigos o conocidos y se van. Allí quedan esperando que, tal vez otro día, regresen.

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