Texto por: Silvana Alvarán Arenas
La mañana en Silvia: donde las máquinas abren caminos de permanencia
Son las ocho de la mañana en Silvia, Cauca, y el frío se mezcla con el rugido de una retroexcavadora. Luis Eduardo Hurtado (don Lucho para sus conocidos) opera maquinaria amarilla. Tiene las botas llenas de polvo y las manos curtidas. La mirada cansada, pero la voz firme. Mientras abre vías para conectar veredas y caseríos, teje también los caminos de la comunidad. Habla con su acento caucano pausado. “La gente ya está acostumbrada a lo de la guerrilla, a esos hostigamientos, eso es como ya común”. Sin embargo, a don Lucho le encanta su trabajo, las amenazas ya no lo intimidan.
El Cauca carga con un peso difícil de ignorar. Según Indepaz, en 2023 y 2024 fue uno de los departamentos más golpeados por la violencia, un territorio donde cada vereda y cada camino han sido disputados. Silvia está a dos horas de Popayán, a 2.650 metros sobre el nivel del mar. Es “La Suiza de América”, gracias a un mercado Misak, una carretera de curvas que acerca turistas por su cultura indígena viva y sus fotogénicos paisajes.
Aquí, don Lucho resiste abriendo caminos y la vida cotidiana sigue entre la normalización del miedo y la terquedad de permanecer. Él traza rutas que conectan veredas aisladas y levanta puentes invisibles entre la confianza y la esperanza. En un territorio donde otros imponen silencios con fusiles, él responde con el ruido de su máquina, construyendo paz a punta de polvo y constancia.
La tarde en Inzá: un enfermero arriesga su vida para salvar otras
Al caer la tarde en Inzá, el sol ilumina las lomas de plantas de coca, mientras Luis Carlos Pantoja carga un botiquín de primeros auxilios como escudo. Es enfermero profesional y coordina brigadas en los territorios que tienen menos de 500 habitantes, lo que llaman micro-territorios. Su consulta cotidiana transcurre donde la presencia del Estado es nula. Su rostro cálido transmite la paz que dice que hace mucho no siente. Explica con una calma que parece prestada, que trabajar en territorios donde la salud viaja a pie es sentirse en riesgo todos los días.
Inzá se levanta en el oriente de Cauca, al otro lado del cañón del río Páez. Para llegar desde Popayán hay que cruzar carreteras angostas y quebradas. Luis Carlos traduce ese dato en imágenes: caminos de herradura, montañas que esconden campamentos y cultivos de coca que condenan en silencio. En 2023, el departamento registró 31.844 hectáreas de coca, según la UNODC, un verde intenso que deslumbra a la vista, pero que carga el peso de una contradicción: belleza que florece como paisaje y herida al mismo tiempo.
El miedo se convirtió en un estado, más que una emoción. Su manera de resistirse al conflicto es exponer su vida para salvar otras, sin importar de quién se trate. “Se me hace normal escuchar disparos, mirarlos a ellos, mirar heridos en la carretera, muertos”. Ya perdió la cuenta de las veces que los grupos armados lo han retenido para sanar a los combatientes, no le queda más opción que confiar en que luego lo llevarán a su casa. En su maletín no lleva armas. Solo vendas, sueros y la decisión de quedarse donde otros prefieren huir.
La noche en La Sierra: la fiesta enciende lo que el miedo intenta apagar
Son las siete de la noche en La Sierra y los hombres del ejército, armados hasta los dientes, se suben en la tanqueta en la que suelen hacer recorridos en el día. Nadie sabe a dónde van, ni quiénes son. Hacen esa rutina dos veces por semana. Luego, el pueblo enciende su identidad justo cuando el miedo ordena apagarla. Judy Urrutia administra una discoteca y un asadero, en un lugar donde la alegría se desborda fácil. Los serranos se entregan a la fiesta y la tecno cumbia retumba como un latido colectivo en cada baile.
A La Sierra se llega por una carretera estrecha que se abre paso entre montañas altas y quebradas profundas. Es un pueblo pequeño que parece suspendido en un balcón. Desde su parque central, una sola vía se estira hacia adelante y alrededor se abren abismos verdes por donde se mire. El paisaje impone belleza, aunque muchas fachadas carguen las siglas del ELN como una sombra escrita en las paredes.
Judy habla de “zozobra”, como si en esa palabra cupiera la tensión de una comunidad que respira entre la música y las advertencias de no salir en las tardes y de cerrar el comercio temprano. Pero su resistencia es hacer del ocio una política: abrir la pista, encender la estufa del asado, sostener la hospitalidad cuando el miedo aconseja clausura. Para ella, cada bailador que vuelve a la calle es una pequeña victoria contra la incertidumbre.
La madrugada en El Bordo: la justicia del Cauca se sostiene entre papeles y balas
Son las cuatro de la madrugada y en El Bordo no amanece, estalla. Viviana Hurtado se abre paso entre el eco de los disparos para registrar lo que la violencia quisiera borrar. La ve como quien lee una lista de hechos que no terminan: su trabajo como investigadora del CTI de la Fiscalía la lleva a encender luces donde otros quisieran no mirar. Hace algunos años, en un enfrentamiento, le dispararon a su esposo, también miembro de la fuerza pública “Fue un momento de desesperación, angustia porque no se sabía si estaba vivo o muerto”.
El Bordo es paso obligado para quienes se dirigen hacia Nariño. Cabecera de Patía, es un valle de calor y rutas estrechas donde el paisaje facilita emboscadas. Allí donde la vida se aferra a continuar, las cifras son también cicatrices: hasta agosto de 2025, según Indepaz, ya son 54 masacres con 178 vidas arrebatadas en el Cauca.
Ella deja registro como forma de resistencia: salir a la madrugada a capturar cabecillas de bandas peligrosas, mantener la cadena de custodia cuando la memoria quiere desvanecerse. Hila papeles y testimonios en la Fiscalía como piezas de un rompecabezas roto. Su tarea no borra la violencia, pero logra darle forma a la verdad en un lugar en el que todo parece fragmentado.
El día en el Cauca no termina con el silencio: termina con la certeza de que, pese a las cicatrices, siempre hay manos que insisten en sembrar paz donde otros sembraron miedo.

