Amor a la Mancha

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Texto y fotos por Melany Gallego

A don Germán Jesús Restrepo Agudelo no le queda grande nada. Tiene 49 años y desde que tiene conciencia ha trabajado. Su pueblo natal, Belalcázar, Caldas, ha sido testigo de la persistencia y de largas jornadas a las que se somete para mantener a su empresa como una de las mejores del eje cafetero.  

Es un campesino que juega a ser empresario y, por el momento, el marcador va a su favor. Su vida refleja el profundo amor que siente por su pueblo, su familia y la tierra que cultiva. No cambiaría su vida ni los altibajos que ha enfrentado para llegar hasta donde está hoy. 

En medio del paisaje cafetero, se encuentran las bodegas de su empresa, la Distribuidora de Plátano El Planchón. Aunque se encuentra iniciando la zona urbana, por la entrada sur del municipio, el ambiente que lo rodea sigue siendo rural. 

Al llegar allí, se escucha cómo la gente pregunta: ¿Y el patrón? ¿Dónde está don Germán? ¿Qué se hizo el jefe? Todos lo buscan. Cada uno necesita con urgencia una respuesta de él. Lo único que logran obtener de Jenny Restrepo, su secretaria, es: “Por ahí andaba, y si lo encuentra no lo suelte”. 

A lo lejos se le ve caminando sin preocupaciones. Mira con admiración al Nevado. Justo ese día, el León Dormido quiso deleitar. ¡Muchachas vieron el Ruiz, está blanquito! Se acerca rápidamente y saluda a las ocho mujeres que trabajan administrando los negocios que acompañan a la empresa: las fincas con los cultivos, y el transporte, veinte camiones y camionetas que distribuyen a diversas partes del país plátano, banano, habichuela y tomate.  

Don Germán inició su negocio en 1989, cuando apenas tenía catorce años. Su única ambición era comprarse una bicicleta que había visto en una ferretería. Jamás imaginó que, entre 2013 y 2023, declararía más de 50 mil millones de pesos.  

Tampoco pensó que sería el mayor proveedor de plátano de PepsiCo en 2016 y 2017, ya que entregó más de 120 toneladas en un solo pedido, al ser el único abastecedor de la multinacional por un tiempo. Incluso en las Natuchips se incluía su testimonio y su fotografía en la parte trasera de los empaques. 

Somos lo que nos enseñan 

El 20 de septiembre de 1975 nació el hijo número cuatro de Amparo Agudelo y Gerardo Restrepo. Su niñez la marcó la falta de amor de sus padres. “Yo no recuerdo haber dicho mamá o papá. Siempre los llamé por sus nombres”, lo dice sin preocupación, pero con una pizca de reproche por esa niñez junto a sus ocho hermanos. 

La familia vivía en una finca vieja de bahareque, con paredes blancas que mostraban el desgaste del tiempo. A pesar de que allí convivían diez personas, la falta de muebles daba la impresión de un lugar vacío, “dormíamos en espumas y las pulgas y los chinches no nos dejaban descansar”, confiesa.  

Cuando pudo caminar bien empezó su primer trabajo, pues mientras sus papás y sus hermanos mayores recolectaban café, él le llevaba la comida a los trabajadores de las fincas. No había tiempo para estudiar. Pero sí quiso aprender a sumar, restar y multiplicar. En el fondo sabía que era lo que necesitaba para saber cuánto ganaba y cuánto se podía gastar. 

A los siete años, don Germán comenzó a recolectar café, aunque todo lo que ganaba iba para su papá. “Mientras que él se la bebía toda, mi ama nos mandaba a que le pidiéramos un poquito de aguapanela a mi abuela y ella trataba de encontrar alguna yuca o un plátano para no irnos a dormir con el estómago vacío.” Para él no era fácil ver lo que pasaba en su familia. Por lo mismo se fue a los nueve años a casa de sus abuelos. Después volvió a los catorce, pero con el deber de cuidar de sus hermanos menores y de su madre. 

A pesar de las necesidades, él siempre ahorraba: “Si me ganaba diez, guardaba siete.” Así logró comprar su tan anhelada bicicleta. Iba de finca en finca negociando racimos de plátano, subía a los árboles para cortarlos y los transportaba al pueblo, gritando en las calles hasta venderlos todos. “A mí me enseñaron a trabajar, solo conocí eso. Nunca tuve juguetes, entonces ¿con qué más me iba a entretener?” Le empezaron a decir Mancha por su ropa despercudida y sucia por la tirosinasa de los plátanos.   

Después comenzó a comercializar tomate. Decidió recorrer con una carreta municipios vecinos como La Virginia, Risaralda. Un 23 de diciembre compró su primer carro. “A las puertas las amarraba con un alambre y con herradura para que no se abriera y las ajustaba con cuerdas.” Se ríe al recordar aquel Land Rover amarillo modelo 67, que tanto le ayudó y marcó un antes y un después en su vida. 

¿Cómo no creer en Dios? 

Doña Milena Orozco, su esposa, conoció a don Germán cuando era muy niña, pero fue a los diecinueve años, con la muerte de la madre, que se acercó más a la familia como un apoyo en esos momentos difíciles. “Él se portó muy bien con nosotros. Su nobleza me enamoro”, cuenta. 

El sufrimiento para ese hogar solo comenzaba, porque en 2003, mientras viajaba con su papá de Pereira a Belalcázar, en medio del camino, encontraron un retén de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Los llevaron al campo y los amarraron. Doña Milena observó, aterrorizada, cómo su padre asmático se alejaba de ella junto a cuatro hombres armados, mientras ella permanecía atada. Pasaron tres horas antes de que la encontraran. 

Intentaron reunir los $200 millones que las FARC exigían por su rescate. Vendieron el carro y la finca en la que vivían, pero solo lograron reunir $80 millones. La zozobra duró tres años, después se supo que su padre había muerto en manos del frente 47 a cargo de alias Karina. 

Estos sucesos marcaron la vida de doña Milena, quien se convirtió en una mujer sobreprotectora y muy nerviosa. Todo lo contrario a él: la tranquilidad lo define. Al hablar de la muerte, de secuestros o de extorsiones, no se alarma. Se preocupa más en cómo va a reaccionar su esposa, “yo soy muy calmado, a mí me pueden decir lo que quieran, pero con mi familia no”. 

En 2009, la vida de don Germán cambió drásticamente: tenía casa, hijo y dos fincas. Su negocio prosperaba con contratos en Cali y Medellín. Sin embargo, este avance trajo envidias y riesgos. 

En ese mismo año tuvo que pedir ayuda a los Grupos de Acción Unificada por la Libertad Personal (GAULA), porque estaban pidiendo $10 millones para no dañar a su hijo de 4 años, Nelson. El 18 de julio, retiró el dinero exigido por los delincuentes y se presentó en el lugar acordado, donde lograron atraparlos. 

La familia pasaba por momentos agotadores de inseguridad y descuadres interminables. El negocio estaba creciendo muy rápido, “Yo ya no podía con todo, me estaban robando mucho”. Doña Milena afirma que eran noches de desvelos, porque a don Germán lo único que le quita la paz es quedar mal con los trabajadores. Para cubrir estos desfalcos pedía prestado, hasta $200 millones, en bancos.  

La única solución que veía era tener ayuda de su esposa. Aunque, doña Milena sólo accedió a trabajar con él después del secuestro que sufrió don Germán. 

El 14 de julio de 2010, don Germán se levantó a las seis de la mañana. Estaba tomando su dosis de aguapanela diaria cuando recibió la llamada de uno de los trabajadores, un oficial de obra que estaba en la construcción de una de las bodegas. No tenía pensado retirar dinero ese día, pero como se necesitaba un material, decidió bajar hasta la Virginia y hacerlo allí.  

A las once ya iba subiendo al pueblo con $15 millones en el bolsillo. Al final de una recta se percata que hay un palo atravesado: “Me acerqué para ayudar. Me bajé del carro y salieron por los lados con revólveres. Eran cuatro. Yo solo pensé: ‘me robaron’”. Don Germán, que en su silla actúa la escena, demuestra que, al ponerle la pistola en la cabeza, cerró los ojos. Sintió temor. Sin embargo, pensó en su mujer y en todo lo que había tenido que vivir con el secuestro de su papá: “En mi mente dije: ‘si me van a matar, nos matamos todos. Yo me voy a matar con todos estos desgraciados’”.  

La camioneta iba a 100 kilómetros por hora cuando él decidió mandarle la mano a la dirección y el Nissan Voltaire dio tres vueltas: “Quedó destruido, pero parado, entonces nos acomodó”. La tensión aumenta y las trabajadoras que estaban escuchando paran sus labores para ponerle atención a la actuación del patrón: “Cogí el otro que estaba medio malherido y lo puse como escudo, mientras forcejeaba con uno, logré que se vaciara el arma disparando hacia los lados y hacia el cielo. Nadie tuvo una herida de bala”. Al momento, vio que un grupo de conocidos se acercaba al lugar. Ellos estaban adentro de una de las fincas de la zona y escucharon todo el caos: “Nosotros cogimos a tres, uno se voló. Les empezamos a preguntar y uno de ellos sapeó al vigilante del banco. Después llamamos a la policía para que llegaran a capturarlos”. 

Los sujetos pagaron 6 años de cárcel, y aunque la familia de uno de ellos buscó a don Germán ofreciéndole dinero a cambio de la libertad, se negó rotundamente. Al terminar su actuación, se acomoda la ropa y se da cuenta de que está sucia. Está manchada de la tierra que tenían los camiones que antes había revisado para que salieran cargados de plátano hacia Medellín. Se sacude, sin preocupación alguna. Su ropa no le importa, está hecha para el trabajo. Todo su atuendo delata que lleva horas despierto e integrado al campo. Su jean holgado tiene rastros que se ha subido a los camiones, en su camiseta se descubren partículas de tierra y polvo. Sus tenis lo delatan, al menos ya ha pasado revista a dos fincas, les ha echado un vistazo a las bodegas y obviamente ha caminado por el vivero.  

El futuro está en el campo 

Se despide y decide que le va a dar una vuelta al progreso de los quehaceres que había asignado. Coge la chaqueta y el celular que constantemente sonaba en medio de la conversación: “Donde hubiera estado mi hija, ya estuviera estresada”, concluye, ya que, a Valeria, la segunda y última hija de don Germán, no le gusta que mientras esté hablando, él utilice el celular, “es imposible salir con mi papá. Si vamos a dar una vuelta, lo tienen que solicitar de todo lado y él es incapaz de decir que no. Y si salimos a otra parte, es ese celular, suene y suene. Pero bueno, así es mi papá”, concluye la joven de 18 años. 

Entra al vivero, los trabajadores lo saludan. Don Germán conversa y a cada uno le pregunta por algo o alguien: “¿Cómo va su mamá? ¿Si pudo resolver con lo que le di, necesita más? ¿Sus hijos, cómo están?”.  

Uno de ellos es Elder Obando, el supuesto guardaespaldas de don Germán. Sin embargo, don Germán odia que estén para arriba y para abajo con él, entonces Elder se la pasa haciendo oficios varios: “El patrón se escapa hasta de mí. En un minuto lo veo en una bodega y al otro lo tengo que llamar pa´ saber dónde está”, afirma. 

Elder trabaja hace un año allí. No le cabe duda de que “al patrón le va bien, porque obra bien. Acá no solo los sueldos son buenos, sino que él corre con nosotros”. Si a alguien le pasa algo, él cubre todos los gastos y siempre con lo mejor. Más de un trabajador le ha pedido ayuda para salir adelante: “A mi primo lo puso a trabajar como camionero, le entregó el carro y le dijo que se lo iba pagando con trabajo. Y a mí me regaló mi casita”, afirma Jenny Restrepo.  

Don Germán es fiel creyente a Dios y a su ley divina: “Haz siempre el bien al prójimo”. Cree que por eso no sufre de zozobra o desesperación, “A pesar de que me han robado, me han quedado debiendo y me he metido en negocios que solo han dado pérdidas, en mi mente jamás está que me voy a quebrar”. Sabe lo que es la pobreza y no quisiera que nadie pasara por eso. Además, dice que siempre que él da, Dios le multiplica: “A mí cómo no me va a llenar darle un mercado o una casita a alguien, si se me multiplica como por diez. Yo quedo más feliz al gastarme el producido en la comunidad que irme para Estados Unidos a pasear”. 

Y es verdad, odia pasear. Para él no hay nada como su pueblito: “Un buen paseo es irme por la mañana y llegar por la noche, a mí me pica estar lejos de la tierrita”. Su esposa confirma esto: “A los tres días empieza con mal genio. Él prefiere andar todo el día en una finca que salir a conocer. Sus hijos son copias exactas de sus padres, así lo definieron sus trabajadoras: “Nelson es ver a don Germán y Valeria es idéntica a doña Milena”.  

Él recuerda los primeros años de su hijo, Nelson: “Yo me lo llevaba desde los cinco años a las fincas”. A los nueve ya sabía sembrar los cultivos, cosecharlos y hasta manejar los carros. Según su hijo, la mejor herencia ha sido el amor por el campo, la humildad y la persistencia. “Los recuerdos que tengo de mi papá en mi infancia son todos en las fincas. Él me enseñó cómo seleccionar un buen plátano y cuál es el proceso”, recuerda Nelson. 

Don Germán piensa que los jóvenes se van del campo porque no saben manejarlo. Por eso sueña con poder hacer una especie de escuela para las personas se instruyan en cómo se debe tratar la tierra para que esta prospere: “Yo me voy para mis fincas y ya no puedo mimar a todos los cultivos, porque son muchos, pero arbolito que me encuentre, arbolito que le hablo. El amor es lo principal, no se puede tratar a patadas, algo que nos hace tanto bien”. No le parece difícil tener buenos productos, porque piensa que lo que uno es se refleja en lo que uno tiene. 

Actualmente, no sueña con expandirse, solo se quiere quedar con las 700 cuadras de terreno que le pertenecen. Es más, siente que sus mejores años fueron 1996 y 1997, cuando su negocio no era tan grande y podía realizar todo el mismo: “Yo llevaba, yo traía, estaba al frente de cada cosa. Delegar fue una tarea dura”, confiesa. Disfrutaba trabajar 20 horas diarias, pero también lo contrasta con todo el tiempo que desaprovechó de sus hijos: “Una cosa que me pesa es no haber disfrutado más a los pelaitos. En esa sí la embarré”. Sin embargo, su familia reconoce todas sus virtudes y que gracias a él pueden vivir una vida tranquila.  

Don Germán ve el futuro de sus hijos en el campo. Espera que al graduarse puedan estar al mando de su empresa y logren cumplir la exportación directa con Estados Unidos. Su firme creencia en el trabajo arduo y el amor por la tierra dejan huella en cada persona que conoce su historia. Para él, la verdadera riqueza no radica en los millones acumulados, sino en la felicidad de ver a su familia y a su comunidad crecer. 

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