Texto y fotos por Natalia Hernández Valencia, Catalina Mejía García y Juana Rubio Tovar

La primera bocanada de aire que recibí en este mundo ya me estaba indicando sutilmente cuál sería el inevitable fin. Los susurros de mi cuerpo, tranquilos y profundos, e hablaban del amor a la penumbra, como si en un azar de sentidos, la esencia, la memoria y los secretos de mi ser se prepararan para un sueño profundo en un silencio eterno. Murmullos en la tierra, reclamando lo que es de ella. Mi alma entiende que el vehículo, que es mi cuerpo, no estará mucho en su presencia. Solo me encuentro de paso en este lugar físico, decorado con superficialidades que evita que con fluidez trascienda hacia una muerte eterna.
Un respiro que cada vez pesa más y el dolor en el pecho de algo que tal vez estoy impidiendo dejar. A diario veo aquella sombra que me visita y me invita a alejarme. Lucho con ella, pues ese negro intenso me produce un temor inexplicable, pero al final del día algo me sigue diciendo que necesita escapar. Yo me hundo en esa pesadez corpórea que quiero dejar atrás. ¿Por qué te quieres ir de mí? ¿Podemos aguantar un poco más?
Desespero, dolor y unas ganas incontrolables de no dejarme ir.

El miedo acompaña a mi soledad, mientras la cuerda floja del destino me pega un empujón en el que mi cuerpo cae en un consuelo fugaz. Se nublan los sentidos físicos y los espirituales están a flor de piel. El abismo en su infinitud me hace inferior
desintegrando lo que se supone que soy. Mis ojos se cierran lentamente fundiendo a un lugar sin color.
Hay algo en mí que ya no responde y, aunque intente aferrarme a este ser que me acompañó desde los inicios, el adiós es inevitable. Una muerte, un duelo, un sentimiento y un hasta luego que se aproxima. ¿Y si ya no había una razón para quedarme? En ese caso sólo queda salir de la prisión corporal y abrirme
a conocer mi nueva realidad. De repente, una agonía que se traduce en tranquilidad. Trato de escalar, pero mi cuerpo no sube más, un peso profundo lo lleva hasta el fondo de la tierra, haciendo que se mezcle poco a poco. Mi alma busca la luz y esa oscura sombra intenta llevársela. En medio de suspiros, una parte de mí se eleva mientras la otra se queda. “¿A dónde vas? No me abandones”, le pregunto entre sollozos que desaparecen en el vacío. Me rindo ante la sombra y me hundo en su gloriosa penumbra. Ahora la luz enceguecedora de mi alma es la única que pinta este espacio. Vuela alto, vuela lejos. Es el momento de ser yo en todo mi esplendor. Sin materia que me detenga, me disuelvo en energía ilimitada. Aun así, las preguntas siguen latentes. “Si la muerte es el fin, ¿por qué siento que hay más vida después de esta?”, se
cuestiona mi alma mientras danza bajo la melodía de la eternidad. Desde aquí la veo: libertad.

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