Texto y fotos por Silvana Duque
Bárbara Hauss Troost iba vestida con un atuendo plano, sin color, los padres le recomendaban siempre ir de negro para que no llamara la atención a las demás personas que se encontraban cerca. Su amiga del colegio la acompañaba mientras paseaban al perro del director del instituto como era de costumbre. Los aviones empezaron a pasar por encima de ellas y un sonido aterrador hizo que se tiraran al suelo: dos militares disparaban contra un tren, más de 30 heridos, entre esos, hombres, mujeres, niños y animales.
En ese momento solo pensaron en protegerse, pero el curso que habían hecho en su colegio de primeros auxilios hizo que salieran a ayudar a la gente que estaba herida. Niños buscando a sus madres, mujeres llorando por ver a sus hijos lastimados, todas estas personas fueron víctimas de un bombardeo en Berlín en medio de la Segunda Guerra Mundial. Bárbara, con su instinto y sensibilidad, se convirtió en una heroína para todos los sobrevivientes.
“¡Yo hice curso de primeros auxilios, yo puedo ayudarles!”, fue lo primero que dijo Bárbara cuando le empezaron a preguntar por qué estaban ellas dos en el lugar si eran tan pequeñas.
¿Qué pasó en Berlín?
El 11 de diciembre de 1931, cuando Lilly y Federico, los padres de Bárbara decidieron traerla al mundo en Berlín, vivían en una casa grande junto con sus hermanas Marianne y Carola. Eran cuatro habitaciones, una de ellas con una ventana redonda, muy apetecida porque daba la mejor vista a los árboles de manzana, durazno y un jardín lleno de tulipanes naranjas.
Recuerda que muy pequeña tenía un pastor alemán de patas gordas y una energía inagotable. Siempre quiso un perro salchicha y en su noveno cumpleaños le regalaron uno de peluche, su acompañante fiel en medio del caos y los bombardeos. Su rutina era levantarse a las seis de la mañana para ir a la escuela a la que llegaba caminando y no faltaba el aviso de sus padres cuando le decían en cuál bunker podía entrar si sonaban las sirenas que advertían que había peligro en la zona. “Yo siempre tenía una bolsita con mi pan y mi café porque nunca sabíamos cuánto íbamos a durar dentro de un búnker. Podíamos salir cuando ya se desactivaban las alarmas”, comenta Bárbara. Le tocó durante cuatro años vivir de búnker en búnker, era parte de su rutina. Visitaba constantemente la capilla de su zona, pero no para rezar. “Reunían 500 alumnas y nos preguntaban quiénes queríamos ser voluntarias y yo siempre alzaba las dos manos, era espantoso, pero me parecía lo mejor de lo mejor, teníamos que ir a una montaña y por un hueco vigilar si había enemigos a la vista”. Mientras vivía en medio de una guerra, no sabía que esto iba a causarle problemas de sueño y nerviosismo que, a pesar de los años, se mantienen.
“Fueron seis años de angustias, sonidos fuertes, alarmas y gracias a eso ella nunca ha tenido un sueño conciliador, cualquier mosca que se le pasa ella se pone nerviosísima”, cuenta Claudia Villegas Hauss, hija menor de Bárbara.
Una niña pequeña
Las personas adoraban estar con ella porque nunca le daba pena nada y consideraban que escuchar y dar sabios consejos era su talento. Aunque en épocas pasadas estaba mal visto, sus padres siempre dejaban que los amigos entraran a su casa y se sentaran con ella. “Yo vivía con mis amigos y los invitábamos a pasar, me iba en el carro con ellos, pero a las personas les parecía espantoso y decían ́las Hauss tal cosa y tal otra ́,pero no entendíamos porqué”, afirma Bárbara sentada en un viejo sillón de su casa en Manizales. Les enseñó a sus hijas las mismas costumbres y tradiciones, les dijo lo que pasaba en la vida real y a qué peligros estaban expuestos. “La relación con mi madre siempre fue muy buena, a ella nunca le escondimos nada y eso mismo traté de hacerlo con mis hijos Martín de 33 años y Sara de 30, es lo que más le admiré”, comenta Claudia.
Viajar al exterior
¡Me llegó la hora! Dijo Federico, un hombre culto, educado y amoroso con sus hijas y su esposa. Estudió comercio internacional y administración de negocios, siempre muy trabajador y comerciante toda su vida. “Traigo los uniformes y usted Bárbara se va para Múnich con su tía y su hermana”, dijo. El padre de Bárbara era traductor simultáneo y el momento de prestar servicio militar ya había tocado su puerta.
El viaje a Baviera (capital estatal de Múnich) fue como un paseo, vivía con su tía, el esposo, su prima y su hermana en una casa de campo grande, techada con hojas que colgaban alrededor de todos los pasillos y al frente se ubicaba el lago de Starnberg, un lugar reconocido por su belleza, pero también porque en algún momento sirvió para saciar a los detenidos en el campo de concentración que había.
“¡Suban todas, estoy viendo algo! es una nube gigante y puedo ver líneas blancas, ¿qué será?”, rememora Bárbara con su voz fuerte y un tono de preocupación. “Mija, son soldados que liberaron del campo de concentración, suban y se meten al armario, voy a cerrar todas las puertas”, le respondió Erna Von Ritcher, tía de Bárbara en medio del miedo y la angustia de no saber qué pasaba mientras que todas se metían al armario. Cuarenta minutos después tocaron la puerta, un soldado pedía ayuda.
“Señora no le voy a hacer daño solo déjeme pasar”, suplicó.
¡Bajen niñas! Dijo Von Ritcher. Bárbara con cara de asombro al ver que el soldado estaba sucio, herido y desconsolado por haber perdido a toda su familia, se ofreció a traerle ropa de su tío. Era un hombre hermoso -así lo recuerda-, su pelo lleno de canas, muy respetuoso y queridísimo, entonces “le entregué la ropa, pero le quedaba muy grande y como en el internado nos tocaba coser, me puse a cortar el pantalón para que pudiera cambiarse”. De esa época queda un cuadro de 80×50 centímetros que Bárbara aún conserva en la sala de su casa de flores.
Llegar a Colombia: destino Manizales
Con una estatura de 164 centímetros, cabello rubio bien peinado, los ojos claros, siempre vestida de manera elegante, sonrisa al hablar y una sutil delicadeza cuando se expresa que acompasa con un suave movimiento de manos, Bárbara cuenta que cuando llegó el fin de la guerra en 1945 su vida se partió en dos. Su padre había sido invitado por su hermano a Colombia y él, junto con su esposa y sus hijas, decidieron partir en un barco hacia ese destino. Desde ese entonces, la vida de esta familia dio un giro radical. El idioma, las costumbres y las tradiciones serían el siguiente reto.
El barco bananero zarpó desde el puerto de Bremen, Alemania, pasando por La Guaira y finalmente tomando un avión hasta Bogotá para así llegar a Manizales, la ciudad que sería su hogar el resto de sus días. Fueron tres semanas en las que aprenderían cosas nuevas, entre esas, las palabras básicas que las hermanas Hauss tenían que saber, además de dos horas diarias para tener buenos modales una vez llegaran. “Nos parecía hartísimo porque solo sabíamos hablar inglés y alemán y a nosotras solo nos interesaba ir a hablar con nuestros amigos marineros, fue la única forma de entretenernos por tres semanas”.
Su vida empezó a cambiar, conseguir amigos en Manizales no se le hizo difícil porque a eso estaba acostumbrada. Hacía paseos familiares y en uno de esos conoció a su esposo, Agustín Villegas, un arquitecto reconocido en Caldas, quien fue el amor de su vida por más de 30 años. Bárbara se dedicó al deporte y a su familia hasta el día de hoy. “No volvería a Alemania porque ya me acostumbré a este hermoso país, me gusta mucho más el calor de familia, aquí tengo a mis hijas, mis nietos y bisnietos, me la paso de finca en finca y con mis animales más queridos que están en la finca que Agustín me dejó en La Florida”.
También conoció a Eleanor Kathleen Dyer de Uribe, su mejor amiga nacida en Londres, Inglaterra. Se volvieron confidentes gracias a una misma historia, Kathleen perdió su casa en medio de la guerra y la trajeron a Colombia en las mismas condiciones de su mejor amiga. “Bárbara ha sido mi amiga del alma, tan hermosa, leal y lista para ayudar a todo el mundo en todas las circunstancias ya sean de alegrías o tristezas. Somos más que hermanas. No sé qué haría sin ella y sus hijas”, dice Dyer de Uribe.
Mientras Bárbara habla de la guerra, de los acontecimientos más importantes, de los miedos, los fracasos y sus victorias, recuerda a su esposo como su amor más profundo de sus días, quien falleció de un infarto a los 56 años. Mientras se ríe por las anécdotas que aparecen repentinamente por su mente, camina por la sala observando el cuadro de las flores marchitas, un cuadro que dejó August como obra de arte en Múnich, un cuadro que la ha acompañado por 84 años y por el que ha peleado con su familia por no quererlo desechar, porque para ella, es el recuerdo más importante de su niñez.