Un corazón sin fronteras 

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Texto por Valeria Pineda

Múltiples vidas en una. Cada país con su cultura, conflicto y su gente eran una bocanada de aire fresco que transformaba la mente de Paola López y la concepción de su mundo. Un hospital humanitario que llegaba como salvador a los países más necesitados, la llevaba de un extremo del mundo al otro para atender a quien necesitara de sus manos. Estas vidas que la mantenían al borde del abismo se han quedado en el pasado, para finalmente echar raíces luego de años de trayecto. 

Paola junto a un perro frente a al mar
Archivo personal de Paola

En la quietud de su hogar en Beauvechain, Bélgica, Paola se encuentra inmersa en un profundo viaje introspectivo. Rodeada por un silencio absoluto, solo roto por el lejano sonido de pasos de su perro Rocky y su esposo Xander. Desde la comodidad del sofá rebobina sus experiencias como si tratara de extraer información de un disco duro ya saturado. Con una sonrisa enigmática que ilumina su rostro, sus profundos ojos negros, enmarcados por un cabello que ahora a sus 46 años cae hasta sus hombros se conecta a través de una pantalla para narrar su experiencia como médica sin fronteras. 

A sus tres años se embarcó sola en su primer avión, y aunque no lo supiera sería su futuro compañero de aventuras, pues como lo dice su madre, Gloria Savedra:

“Desde el desayuno se sabe cómo va a ser el almuerzo”.  

Estudió desde el preescolar en el Colegio AngloAmericano de Bogotá y sin esfuerzo era la mejor de su clase. Tenía una preferencia por materias como inglés, ciencias sociales y biología. Al terminar su bachillerato no sabía qué hacer, según ella “tenía el complejo de niño pilo”, así que escogió medicina para utilizar todo su potencial. 

Con la promesa de que si pasaba a la Universidad Nacional le regalarían un carro, compitió, sin esperanzas de entrar, con 30000 personas, para ganarse uno de los 150 cupos. La recompensa llegó a sus manos y con 17 años disfrutaba de su Volkswagen azulito, el cual sirvió como cama en los turnos de hospital que debía hacer en la “carrera del dolor”, como la denomina.  

Años de estudio en los que deseó tirar la toalla más de una vez. Aun así, se enfrentó a los interminables turnos de hospital, donde los estudiantes eran denominados los “vapor” pues eran los mandaderos: va por los exámenes, va por la firma, va por el medicamento. 

Sabía que no empatizaba con la carrera y lo confirmó cuando una amiga la invitó a hacer un turno en el que quedó traumatizada con el ambiente de hospital y esa noche reflexionó en su almohada: “Yo no quiero hacer esto, pero no quiero sentir que dejé las cosas y no pude, como sea voy a terminar esto”.    

“Vivir para mí” 

Cuando llegó al internado soñaba con irse a Medellín, pero por esperar una plaza que nunca llegó, se quedó sin alternativas y solo quedaban cupos en dos pueblos lejanos y en la Cruz Roja de Bogotá. Escogió quedarse en su ciudad, sin saber que este camino la llevaba al escape de rutina que anhelaba.    

Su tía Consuelo López la describe como una niña inquieta, que siempre ha navegado por las turbulentas aguas en las que no cualquiera se atreve, para dejar su granito de arena en el mundo. Vocación que descubrió en la Cruz Roja mientras atendía emergencias y dedicaba el tiempo necesario a sus pacientes, no citas de 20 minutos para incapacidades por gripas pasajeras. 

Trabajó cinco años entre la Cruz Roja de Facatativá y Bogotá y descubrió que empatizaba más con las personas del campo, quienes iban a ella solo si era realmente necesario y la atendían con una hospitalidad que no se asomaba en el ajetreo de la ciudad.  

Poco a poco construía los cimientos de su camino y encontraba en el ayudar al otro esa parte del rompecabezas que le faltaba a su vida. Estaba cómoda hasta que por azares del destino se encontró con un compañero que le comentó sobre Médicos Sin Fronteras, “una organización de acción médico-humanitaria que asiste a personas amenazadas por conflictos armados, violencia, epidemias o enfermedades olvidadas, desastres naturales y exclusión de la atención médica”.

Sin pensarlo aprovechó el contacto y agendó una entrevista virtual. Fue calificada en inglés y francés y sin rodeos le programaron su primera misión en Honduras.  

Vivir al límite 

Paola hace una pausa, en Beauvechain ya cae la noche, se traslada hacia su cuarto y enciende las luces para continuar con el relato…  

En 2006 llegó a Honduras, un país azotado por la violencia urbana. Trabajó en el Centro de Día, un oasis de esperanza para niños y jóvenes en situación de calle, el eslabón más débil ante las garras de las pandillas Barrio 18 y los Mara Salvatrucha.  

Era un espacio seguro donde podían bañarse, lavar su ropa, recibir atención médica, psicológica, y disfrutar de un espacio lúdico para alejarse de la realidad de la calle. Cada día llegaban niños frágiles que mostraban los estragos de la desnutrición y la falta de cuidados básicos. Emanaba de sus ropas un olor a “Resistol”, pegante industrial que utilizaban para evadir el hambre.   

Paola creó lazos con ellos y sufría al enterarse de sus muertes, pues eran la carne de cañón de las pandilldfas. Descubrió que sus cualidades más fuertes son la conexión y el coraje, pues en su primera semana de trabajo el hospital fue allanado. Le apuntaron con un arma, pero como si sus sentidos se agudizaran respondió con naturalidad y tranquilidad. Con plena concepción de que nada le pasaría, y así fue. “Para mí estas experiencias, han sido como de encontrarme con muchas facetas mías”, comenta López.  

Personal de la cruz roja
“Me gustaba eso de seguir a las personas, pero más en temas de prevención que de enfermedad”.   

Estuvo en otros 11 países y realizó misiones que la mantenían con la soga al cuello. En la crisis humanitaria de Somalia del 2008, dada la guerra civil entre el gobierno federal somalí y diversos grupos rebeldes, además de la presencia de las tropas etíopes. Allí, atacaron las infraestructuras de salud para debilitar al oponente, un acto que va en contra del Derecho Internacional Humanitario y es avalado por convenios como el de Ginebra y el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, que en su artículo 8 estipula como crimen de guerra “dirigir intencionalmente ataques contra edificios, material, unidades y medios de transporte sanitarios, y contra personal que utilice los emblemas distintivos de los Convenios de Ginebra”. 

Paola y sus compañeros acostumbraban a viajar en una caravana de tres carros. Aquel día se dividieron entre hombres y mujeres. Realizaban el recorrido y de la nada el carro de los hombres fue volado sin dejar sobrevivientes. Tuvieron que evacuar del país sin avisar a nadie. 

A pesar de los traumas que pudiesen dejar estas experiencias, Paola únicamente se negó a una misión y fue para enfrentar la epidemia del ébola. A la cual sus padres le imploraron que no fuera, cosa que nunca había pasado. Además, estaba afrontado su divorcio y como lo cuenta ella: “Para estas situaciones tienes que estar súper consciente de lo que haces. Si cometes un error en la manera de vestirte, ahí está tu salud y tu vida”. 

A excepción de ello, a cada llamado la respuesta siempre era un sí. Llegó a países como Irak, Kenia, Nigeria, Mozambique, entre otros. Le enseñaban una perspectiva del mundo desde la salud, lo cultural, religioso y social. Se dio cuenta que, aunque exista miedo o incertidumbre, “siempre tienes que hacerte tu propia impresión de las cosas”. 

A formar un nido 

Fueron 14 años en los que Paola encontró aquella sensación de libertad que buscó en sus primeros años de vida. No obstante, tanto ajetreo y el ir y venir le pasaron factura a su cuerpo. La idea de estacionarse y empezar a pensar en una vida más benigna con ella la abordó en 2020.  

Entró a la Fundación Damián, con ellos realizó otras cuatro misiones cortas en Latinoamérica y el Congo. Ahora le saca provecho a su maestría en salud pública, enfrentándose a la otra cara del sistema. Pasó de trabajar con los países afectados, a estar en la organización central y aprender su parte técnica. También decidió volverse coach de vida para apoyar a los nuevos médicos sin fronteras y retribuir las experiencias que tuvo. 

Paola ahora prueba otra porción de la torta. Quizá una que le da más estabilidad y sensación de seguridad. Sin embargo, todos los días se levanta a perseguir aquel lema que la define. “Mi norte siempre ha sido el sur”. Tiene claro que desea ayudar a quienes realmente lo necesitan, garantizándoles la calidad que tienen los países desarrollados, para hacer avanzar al sur. 

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